lunes, 26 de julio de 2010

A la muerte de la Gorda Beba

¿Y los personajes que habitaban en mí?
¿Adónde van a parar las cosas que dejamos inconclusas?
¿Dónde esta, Gorda, esa obra de teatro que ensayábamos cuando te moriste?
¿Dónde estamos nosotros los de entonces, los que soñábamos, los que hacíamos, los que nos equivocábamos, los que estábamos vivos, los que nos moríamos de amor, los que estábamos locos, nosotros los justos, nosotros los mediocres, nosotros semi-dioses, nosotros los que luchábamos, nosotros los entregados, los poderosos, los desvalidos, los temidos, los vapuleados, los que vibrábamos, los insensibles, los que amábamos a las prostitutas, a los integrantes del circo, a los cafés interminables, a los seres humanos, a los marginados, a la lluvia y la ginebra, a los cigarrillos negros, a la loca que recitaba a García Lorca, al sol del verano y los amaneceres al cuete?
¿Qué fue de Colibrí y Payasín y de los gatos y del sueño de hacer Otelo, y del poema de Tejada compartido, de los vidrios rotos de la calle Güemes y de la cajita de música que tanto te gustaba, y el barrio de Chingolo y de tus perros Rabochi y Bisagra y las fiestas del partido con empanadas y vino y la flaca Carlota que ahora es gorda, y Roberto Arlt y Chejov en mezcla irreverente, con un toque de autoría personal, muy nuestra, como si pudieramos figurar al lado de ellos.

La función debe continuar y continúa Gorda, aunque ya no están todos los personajes. Aunque no estás vos, ni Ricardo, ni Juan, y que sera de Paulino y del asombro con los cacharros de café para vender, entrando por primera vez en un teatro. Y del miedo de la noche del estreno y la alegría del aplauso y vos que no te sabías la letra y yo que me enchinchaba.
Y dónde van los personajes que un día te habitan, o en que lugar se pierden, o se esfuman, o dejan de ser, o se convierten en otros, o se cansan y mueren.
Y dónde estas vos, o te quedaste en los ojos de tu hijo o en la cómica carota de Daniela que se te parece tanto con esos pelos enrulados y esa ternura suelta.
Porque la vida sigue cantando sin importarle que estemos o que nos hayamos ido un día impreciso que ya ni recuerdo.
Fue en verano o en invierno... a lo mejor primavera. Fue. Fue como lo inevitable. Fue.
Y yo me quedé preguntando ¿Por qué? ¿Adónde? ¿Cómo?...
Y quisiera que me vieras ahora. ¿Me reconocerías? O tal vez te parecería una extraña... ¿Podrías hablarme sin palabras como antes o tendría que explicarte las cosas?

Yo se que las respuestas las encontraste ese día en que te quedaste definitivamente sola.

lunes, 19 de julio de 2010

Para cuando Palermo era sólo Palermo

Viejo Palermo yo no estoy seco ni enfermo
por eso he vuelto y te quiero preguntar
como pasó que se piantaron los balcones
trepando a un cielo de cemento que mostras.

Si la memoria no me falla vos tenías,
calles de piedra, farolito y corralón
Un duende azul que te inventaba fulerías
y aquel tranvía que cruzaba rezongón.

Como pretenden iluminar tu esquina
con carteles y con luces de neón
si allí la luna perfumaba las glisinas
y le contaba sus secretos al amor

Oigo los ecos de la vieja calesita,
se oye al poeta que cantaba su penar,
contando al aire que te amó, Maria Bonita
mientras miraba tus estrellas enjuagar.

Las correrías de los pibes por las calles,
los picaditos del potrero y el café,
donde la barra de la esquina recalaba
buscando el tiempo del domingo detener.

Placita Güemes, soy la piba rubiecita,
la que trepaba al mas alto tobogán
la que tenía siempre sucias las rodillas,
y en una hamaca hasta el cielo iba a llegar

lunes, 12 de julio de 2010

La casa de calle Güemes

Imaginen un mundo sin las comodidades de ahora. ¿Heladera? Solo en las casas pudientes, las primeras Siam. Pero antes, estaban las de madera forradas en metal que oficiaban de conservadoras, con un bloque de hielo que era traido a domicilio. ¿Supermercado? No. El almacén cubría las necesidades de cada barrio. En el nuestro, además de vender comestibles, la mayoría sueltos, hacían pizza. Era de rigor la llamada "libreta del almacenero", donde se anotaban todas las compras y se pagaba a fin de mes. Mi abuela se encontraba con gastos insólitos. Es que con mi hermano solíamos invitar a nuestros amigos con pizza y Bidú -la gaseosa de la época- y por supuesto el costo iba a parar a la libreta negra con tapas de hule. El lugar, como de ramos generales, tenía un sitio prohibido para nosotros y al que tampoco accedían las mujeres "decentes". Le decían "despacho de bebidas". Allí había mesas para los que iban a tomar, y de paso, jugar algún partido de cartas o de dados.

Las calles empedradas, con vías por las que cada tanto pasaba el tranvía, tenían un gran movimiento de vendedores ambulantes. El kerosenero, el mimbrero con un carro que se balanceaba lleno de sillas, hamacas,sillones, escobas y plumeros, que tirado por un caballo daba siempre la impresión de vuelco inminente. El vendedor de pavos y gallinas, el lechero que te dejaba una leche gorda y espumosa en la jarra de la casa. Vendedores de ropa, de sábanas y toallas, de juguetes, que pasaban puerta a puerta.

En una de las esquinas -Julián Alvarez- estaba la carbonería. Ese era el corralón donde conseguías leña, maíz para las gallinas, papas, cebollas, carbón para los braseros (en invierno) y para las cocinas económicas todo el año. Había pocos negocios instalados en locales, como la heladería de Kuky y David, muy frecuentada por nosotros. La mayoría acondicionaba la entrada de sus casas para instalar, por ejemplo, la peluquería, que ademas de cortes peinados y tinturas, se especializaba en el comentario y divulgación de la vida y milagro de todo el barrio. La sala de la profesora de piano, que atronaba con las escalas de sus alumnos toda la cuadra y un par de maestras de francés e inglés, con títulos habilitantes de dudosa procedencia. La mercería de la avenida Santa Fe, que todavía esta ahí. El carro del verdulero estacionado todas las mañanas, con su estallido de color entre las frutas y los vegetales. Dos veces a la semana, la feria en donde había de todo. A la farmacia nuestra abuela la llamaba "la botica" y al farmacéutico "boticario". El, conocía y curaba las dolencias simples, que sobre todo padecíamos los chicos.

—Buen día Don Saturnino...
—¿Qué dice señora? ¿En que la puedo servir?
—Ay vea, la nena no me come... ¿No tendrá algo para darle?
—Pero como no. Déle una cucharada de esto una hora antes de las comidas ("esto" era un jarabe que tenía el gusto del infierno). Y si no resulta, vaya a verla a Doña Juana, que le tire el cuerito. Puede ser que esté empachada.

Para resfrios, gripes y catarros, tambien había.

—Me lo mete en la cama, y le da una friega con esta pomada (cristalina, de olor apestoso) lo abriga bien y le pone un paño caliente. Y que no se levante por tres días.

Si tenías suerte de que la cosa funcionara sólo con la pomada y la cataplasma, podías ponerte a salvo de las temidas "ventosas", que eran unos vasitos con alcohol que luego de encendidos, recalaban en tu espalda haciendo como una sopapa. Baste saber al recordarlas que hubo algunos casos de quemaduras serias.
Por supuesto, estaba el médico de cabecera que atendía a toda la familia, el solo y en todas las áreas conocidas hoy como "especialidades"
No había barrio sin modista, sin zapatero remendón, sin barquillero y pirulinero a la salida del colegio, sin afilador, ni sin botellero que al grito de "¿Hay algo para vender?" se llevaba, si lo llamabas, todo lo inservible: desde una cama devencijada hasta una cacerola sin fondo, pasando por botellas y diarios viejos.

El organillero con su cotorrita amaestrada para sacar con el pico un papelito que predecía tu futuro (siempre venturoso) y su música de valses y tanguitos que aún resuenan en mi mente como uno de los recuerdos mas hermosos de esa época -no en balde le dedicaron algunos versos-.
La calesita estaba instalada en el baldío de Güemes y Salguero. Daba vueltas arrastrada por un pobre caballo que en el centro, tapado por paneles con alegres dibujos, giraba en la oscuridad. La vuelta duraba lo que la canción del disco de pasta. La sacada de la sortija significaba "la próxima, gratis". "¡A mí Don José!" voceábamos, pero el tenía sus preferidos, que eran los mas chiquitos. Alguna vez conseguí agarrarla de prepo y a veces nos colábamos, cuando ya estaba en marcha y creíamos que no nos veía. Y nos veía, pero no nos decía nada. La placita frente a la iglesia Guadalupe era el lugar de encuentro y de juegos del piberío.

El diario llegaba todas las mañanas, a veces, acompañado del Leoplán, o Damas y Damitas, revistas que se leían en casa. La Rico Tipo estaba prohibida (las chicas Divito eran demasiado gráficas). Los días que el repartidor deslizaba las infantiles, mi hermano y yo esperábamos detras de la puerta para abalanzarnos sobre el Pato Donald, Billiken o Patoruzú, a ver quien las agarraba primero.

A la hora del té, escuchábamos por la radio la novela que seguía nuestra abuela, "El teatro Palmolive del aire". Después, quedábamos oyendo las aventuras de "Tarzán, rey de la selva" con el elefante Tantor. Luego, "Blanquita y Hector. Que pareja Rinsoberbia" auspiciada por un jabón que se llamaba Rinso. Mas tarde, Los Pérez García (familia histórica, precursora de todas las que vinieron después). Ya entrada la noche, la jornada radial terminaba para nosotros con El Glostora Tango Club.

La vereda era una rayuela permanente y las paredes de las casas una especie de frontón contra el que jugabamos a las figuritas y a las bolitas.
En Santa Fé estaba el cine Odeón, al que íbamos siempre. Tres películas al hilo en continuado y a veces vuelta a empezar, hasta que venían a buscarnos. Yo iba munida de un largo alfiler de ajustar sombreros que me daba mi abuela diciendo:

—Cuidá a tu hermano, que es mas chico. Esto es por si se sienta un degenerado al lado.
Y a él:
—Vigilá a tu hermana, que es mujer, y si pasa algo, llamás al acomodador.

En el cine Gran Norte, los domingos a la mañana, veíamos dibujitos animados, las series de Superman, Flash Gordon y La mujer araña. Todas en capítulos, que continuaban la semana siguiente.

Recuerdo un dibujito del Pato Donald, que hacía una alta pila de panqueques con huevos, harina y agua. Nos parecieron muy apetitosos y sobre todo nos encantó la idea de revolearlos como hacía él. Al llegar a casa nos metimos en la cocina (hora de la siesta, sin moros en la costa) y pusimos manos a la obra. El resultado: un pegote que al intentar ser dado vuelta fue a parar al techo, para luego bajar por las paredes creando un enchastre terrible. Esto enfureció a la cocinera que casi se mata de un golpe al patinar en el piso lleno de masa.

—Señora, si los niños vuelven a entrar a la cocina, yo dejo esta casa.
Mi abuela, ante la amenaza, cortó de cuajo nuestra vocación culinaria.
—Chicos. Si Gabi se va ¿Quién cocina?
Tenía razón. Ninguna en la familia sabía hacer ni un huevo duro.

Y nosotros, mi hermano y yo, crecimos y nos cuidamos como recomendaba la abuela.
Un poco solos, como los sobrevivientes.
Pero a pesar de todos los avatares, nuestra siembra en la vida dio frutos maravillosos.

Esto está dedicado a los frutos de él, que ahora solo tienen mi voz y mi memoria, para mostrarles algo, aunque sea un poco de esa infancia que nos tuvo juntos y que creó los lazos que nos mantuvieron unidos para siempre.

Para Fernando, Juani y Vicky (en orden de aparición)

lunes, 5 de julio de 2010

El Conventillo

Era un conventillo alumbrado a kerosene, como en el tango. Lanús al fondo. Calles de tierra, barro, intransitable los días de lluvia.
Todo se compartía. El piletón para la ropa, la soga para colgarla, el baño único para cinco familias, siempre maloliente a pesar de los baldes de acaroina, la falta de trabajo y la miseria que coronaba la vida de estos seres, hacinados, padres e hijos en una pieza. Había uno que vivía solo, y mi amiga Carlota, lidiando con su asma en ese lugar tan frío, trabajaba repulgando empanadas en una famosa pizzería de la Avenida Callao. Ella nos consiguió el terreno que alquilamos y donde pusimos una "prefabricada", esas casas de madera que ya venían hechas con techo de chapas, a las que solo había que hacerle los cimientos y el piso de cemento. Dormitorio y cocina. Y así agrandamos el conventillo.

Todos los hombres que vivían allí eran obreros portuarios. A veces tenían trabajo, a veces no. Algunos tenían "libreta" que les aseguraba prioridad. Los que no la tenían enganchaban laburo cuando faltaba gente o la carga del barco era mucha. Si no, volvían a su casa con los hombros mas caídos y abrumados que cuando habían trabajado.

—Buen día Doña.
—Y... ¿Cómo le fue Guillermo?
—Nada por hoy... veremos mañana... si hay suerte.

Eso. Si hay suerte. Que hubiera un plato de comida en esas mesas dependía de la suerte, de que llegara un barco a ese puerto, de que al capataz le cayeras símpatico, de que la carga fuera suficiente para tantos que todas las mañanas iban a tentar la famosa "suerte": que les dieran trabajo.
Dominga y Guillermo tenían dos hijos. La nena, de unos 17 años quería ser modelo. El varón, menor que ella, jugaba en las inferiores del club Lanús. Nunca llegaron a nada, pero los sueños son los sueños. Y todos los pibes los tienen.

En la pieza de enfrente, vivía Marcela con su hijo de padre desconocido. Este quería cantar como los del Club del clan, pero, mientras no se cumpliera su sueño de fama y fortuna, debía levantarse a las cuatro de la mañana y partir junto a los otros a ver si podía conseguir alguna changa.
Los domingos, truco en el patio. Horas de "tenidas" entre "contraflor al resto" y "quiero retruco" , rociadas de abundante vino barato, que los enardecía al punto de pelearse fiero. Ahí salían las mujeres , y metían en la pieza a su correspondiente marido. Las cosas nunca llegaban a mayores. Era la diversión de la pobreza, y pasarse de copas, la manera de no pensar y evadirse por un rato.

Al día siguiente partían hacia el puerto en bloque. Todos amigos y todos a enfrentarse con un mismo destino que dependía de la "suerte".

Yo tambien galgueaba como ellos por esos tiempos, y en un momento en que no tuve trabajo me ayudaron. Y me ayudaron con la solidaridad que únicamente puede tener la gente que la ha pasado mal, que siente tu dolor porque es el suyo, que sabe de tu hambre porque la ha sentido, que conoce el sabor de tus lágrimas, porque las ha llorado.
Con la mayor delicadeza y a escondidas, dejaban en la mesa de mi cocina pan, papas, carne, en fin... cosas para parar la olla.
Yo las encontraba de repente. Ellas se aseguraban de no ser vistas, pero yo sabía sus nombres. Yo los se ahora y por eso estoy escribiendo esto, como homenaje, como agradecimiento eterno para Marcela y Dominga, que un día me dieron, no lo que les sobraba. Me dieron lo que les faltaba.

jueves, 1 de julio de 2010

Fiesta en el conventillo

1964. Estábamos en una semi-convivencia cuando decidimos casarnos, después de una reunión del Partido Comunista.
—Compañeros, ustedes están dando un mal ejemplo y además, la razón a los detractores que dicen que nosotros no tenemos moral, y eso del amor libre. Así que les pedimos que regularicen su situación con un pronto matrimonio.

"¿Qué estamos haciendo?" nos preguntamos mientras salíamos del reto, como perros con la cola entre las patas. Rapidamente: pedir fecha en el civil y análisis prenupcial. Cuando tuvimos día y hora anuncié a mi familia:

—Me caso dentro de un mes.
—¿Cómo que te casas? ¿Así de repente? ¡Estás embarazada! —casi afirmó mi vieja.
—No —contesté.
—¿Y por qué el apuro?
—Porque sí —dije, ocultando las prejuiciosas e imperiosas razones.

Mi viejo, no dijo ni preguntó nada, ni siquiera adónde íbamos a vivir. Mis padres estaban separados desde que mi hermano y yo eramos chicos, pero toda la vida conservaron una gran amistad y una mutua admiración. Los dos tenían sus respectivas parejas.

Hecho el anuncio, fecha y hora en el civil y fiesta en el conventillo, que era el lugar donde viviriamos. No teníamos nada. Quiero decir que como no sabíamos que íbamos a casarnos tan pronto, no habiamos hecho acopio alguno de muebles y enseres como solían hacer los novios pobres en aquellos tiempos, porque ademas con nuestros amigos sin un mango ¡minga de lista de regalos!. Nosotros ni la cama, que no recuerdo de donde apareció. Al fondo del lugar, armamos una casilla prefabricada que no tenía ni cimientos ni piso y donde fuimos instalando de a poco las cosas que ibamos consiguiendo. La gente que vivía allí nos recibió con los brazos abiertos y se ofrecieron para organizar el festejo de empanadas y vino.

Llegó el gran día y nos fuimos hasta el civil en tranvía. Mi testigo vino en camisón con un tapado arriba. Se había quedado dormida. Mi hermano que nos regaló los anillos, llegó tarde. Ceremonia cumplida, nos reunimos en almuerzo familiar en la casa de la madre de mi flamante marido a esperar que llegara la noche para celebrar. Ninguno de mis familiares conocía mi futuro hogar. La sorpresa que se llevaron fue muy grande. Yo ya había llevado mis pocas pertenencias y con ellas la mas valiosa, mi perra Neike. El patio del conventillo estaba lleno de amigos. Por suerte era techado porque llovía a cántaros. La fiesta estaba a pleno, cuando llegó mi vieja con su marido y mi viejo, a quienes con su glamour de siempre, presentaba....

—Mi marido... mi ex marido... —a los ojos sorprendidos de gente sencilla no habituada a estos entretelones estilo Hollywood.

Todo fue muy lindo hasta que mamá quiso ver la famosa casilla, futura residencia de su nena. Para llegar a ella había que atravezar un yuyal bastante crecido -que después cortamos- y saltar una zanja de agua estancada que daba un olor espantoso -donde pusimos unas maderas para cruzar-. Luego de constatar lo feo, inhóspito y desagradable del lugar, volvió a integrarse a la fiesta, con los ojos llenos de lágrimas. Dominga, al verla sensible a lo que ella creía su emoción de madre, le dijo consolándola:

—No llore Doña, no piense que pierde una hija, piense que gana un hijo.
—No —contestó mi vieja, sollozando. Si no lloro por eso. ¡Lloro por que la perra va a vivir en esta mugre!

Y tenía razón. Dominga no dijo nada y siguió con las empanadas. Y sí. El lugar no era nada lindo. Nos pudimos mudar unos tres años después, ya con nuestra hija, que nació en ese conventillo alumbrado a kerosene.

Pero la gente... la gente que conocí allí... eso es otra historia.