sábado, 21 de agosto de 2010

Corrientes y Paraná

Cuantas noches en cafés interminables, proyectando puestas de escena de obras de teatro, giros en la historia de nuestras propias vidas y en la del país que nos parecía que ibamos a cambiar con la fuerza de nuestra juventud.
Cuánto tiempo por delante teníamos todos, para perder, pasar, ganar, o vaya uno a saber que, en esas charlas en que la amistad se reunía, se demoraba, se acompañaba, se nutría, se alentaba y se quedaba junta el mayor tiempo posible, en ese lugar, ese boliche que cerraba a altas horas y que era el mejor sitio y el único donde cobijarla.

El mundo que nos rodeaba era rico en personajes de la noche. El vendedor de biblias del que se decía que era un espía... "Cuidado con él", decían, ¡lo mandan a tirarte la lengua!. El lustrabotas de la confitería Paulista de Corrientes y Paraná, que enamorado de la Gorda Beba había escrito una obra titulada "Beba, la trapecista". Solo su amor y su loca fantasía pudieron imaginar a la Gorda arriba de un trapecio. Veíamos pasar al Mono Gatica, ya enfermo y final que nos saludaba desde la calle y nosotros" ¡Chau Monito!". Julio Sosa caminando por Corrientes con toda la pinta de "varón del tango". Los famosos, los ignotos. Todos los que veíamos tenían "algo" para nosotros. Los menesterosos, los pordioseros, nos parecían personajes maravillosos y nos preguntábamos ¿Donde vivirán? ¿Adónde recalarán despues de caminar por esta calle? ¿Cuál será su destino?. Una vez alguien dijo "Che, a lo mejor alguno de estos que andan pidiendo son como Arturo de Córdoba en esa pelicula que hacía de mendigo, que pedía en la puerta de la iglesia y que era millonario"
—"Dios se lo pague" se llama la película —dije.

Pero no. Estos no eran de mentira... eran de verdad.
El Negro Paulino, la Gorda Beba, Ricardo, Juancito... todos se fueron a cumplir con su destino.
A través de esta ventana imaginaria los veo, cambiando vaya a saber que mundos, ensayando algún grotesco, o alguna obra de Chejov (atrevidos).
Mi memoria los conserva intactos y jóvenes, lúcidos y talentosos, luchadores y sobrevivientes, reunidos para siempre en el café de la amistad, que era como un refugio y el mejor sitio del mundo, en esta mesa que tampoco existe pero a la que ahora, en este momento, estoy sentada... sola.

domingo, 15 de agosto de 2010

Hay que seguir

Yo estaba hablando por teléfono. Él escuchaba el relato de mis calamidades, entre la que se encontraba el lavarropas que en ese momento estaba arreglando, la bomba y esas cosas inoportunas que suelen romperse en estas máquinas endemoniadas.

—Hay que seguir —me dijo desde el piso, mientras trabajaba.

Yo pensaba en esas palabras que se dicen de compromiso, para llenar un vacío, para decir algo. Luego supe que "hay que seguir" nunca tuvo ni tendría mas sentido para mí que en ese momento.
Seguimos charlando, de las adicciones, del daño que hace el cigarrillo, me contó que había dejado de fumar, pero que su mujer no.
—Decile que pare —le dije. Que no sea tonta, que pare —y esas cosas que se dicen y que no le sirven a nadie, como los libros de autoayuda.

Hablamos del trabajo, de lo difícil que se hace mantener la casa y él cada tanto repetía como para si "hay que seguir". Y si, pensaba yo. Que otra te queda.
Me contó de un amigo suyo recién operado de unas cuantas cosas producto de adicciones varias mientras repetía "hay que seguir" en tanto ponía a prueba el bendito lavarropas que a esta altura había hecho funcionar.

—Y si... hay que seguir —dijo mientras hacía la boleta para que le firmara el conforme.
Y de pronto, mirándome con la hondura del recuerdo doloroso, con la profundidad de la distancia, con la sabiduría del que ha visto el infierno y sabe de lo que habla dijo:
—Hay que seguir. A mí me ayudó la terapia de grupo y sobre todo lo único que me quedó de ese día, mi hijo Facundo. Ahora tiene 16 años. Tenía 4 cuando ocurrió el accidente —él se salvó porque salió disparado por el parabrisas—. Mi mujer embarazada y mi hijita murieron. Fue volviendo de Miramar. Yo iba manejando. A mí me pusieron en una bolsa creyendo que estaba muerto. La abrieron cuando vieron que me movía. A veces pienso en el amor. Estoy casado, pude criar a mi hijo. Quiero a mi mujer. Pero hay cosas que no se olvidan. Igual... hay que seguir. ¡En el grupo de terapia vi cada cosa! Siempre hay alguien peor que uno.
«¿Qué puede ser peor que esto?», pensé. Él continuó.

—Había una señora que contó que le tocaron el timbre para decirle que su hijo había muerto, su marido cuando escuchó eso, cayó fulminado por un infarto. Pero sabe, ella estaba peor que yo, porque tenía 60 años y se había quedado sola de golpe. A mí me quedaba un hijo, y la vida por delante... y como había que seguir...

«Tenés razón, Gustavo» pensaba mientras te despedía. Hay que seguir. Nunca voy a dejar de ver tu sonrisa franca y tus ojos profundos, que a pesar de haber visto el horror tan de cerca me miraron esta tarde con ternura diciendo «Hay que seguir».

lunes, 9 de agosto de 2010

Cara o ceca

La mujer se sentó. Acomodó sobre la mesa una carpeta llena de papeles, una agenda y sacó de la cartera un atado de cigarrillos. Pidió un café y encendió uno mientras esperaba.
La miraba desde adentro de la confitería. Ella estaba adonde yo me hubiera sentado antes, en el lugar con mesas en la calle en el que se puede fumar. Tuve envidia. Todavía sufro el síndrome de abstinencia. Estaba sentada en diagonal, en un punto exacto desde donde la veía, pero ella a mi no, un poco por el sol que le daba de lleno, cegándola, y además porque se entretenía acomodando, sacando, ordenando papeles, mientras hablaba sola. Parecía una actriz repasando letra. Pense que tendría un teléfono, de esos que tienen un micrófono en alguna parte, que no se ven, pero no, hablaba sola nomás. Al rato sacó un celular, marcó, supongo que le contestaron, corto y siguió gesticulando y sonriendo por momentos, como respuestas a un interlocutor imaginario.
Cuando le trajeron el café, retuvo a la moza mas de lo necesario. Le hacía preguntas que la chica contestaba con aparente cortesía, pero con ganas de irse (tenía otras mesas que atender). ¿Que será lo que le dice? Enseguida empecé a pensarla en su casa. Debe tener un gato, me dije, y le debe hablar. No se por qué se me ocurrió que vivía sola, en un departamento chiquito, inundado de papeles. A lo mejor es escritora, si no por qué iba a tener tantos papeles. También podría ser contadora o abogada. Además ¿De dónde sacaba yo que vivía sola y entre papeles?
Supongo que de mi manía de querer saber que hay detras de todo lo que veo, incluyendo a las personas. Me vino a la memoria el tango Viejo Dicepolín "sobre el mármol helado, migas de medialunas y una mujer absurda que come en un rincón" ¡Acá esta! ¡Esta es la mujer absurda!
¿Y por qué? ¿Por qué habla sola? ¿Por qué está sola? Como se yo que no espera a alguien y quien me manda andar imaginando tanto...
¿Y cómo se que la que revuelve papeles, habla sola, vive con un gato y toma café es ella y no soy yo?
Cómo se que no es ella la que me mira a través del vidrio y se pregunta todas estas cosas....
Cómo saberlo... si en este momento me veo con el cigarrillo entre los dedos, sentada en la vereda para fumadores, con el pocillo de café por la mitad, mis papeles de los análisis embarullados y tratando de acomodarlos por fecha, apurada porque tengo que volver a casa para dar de comer al gato y esa mujer que no me saca los ojos de encima y me pone nerviosa. Desde que llegué que me mira. ¿Estará loca?

martes, 3 de agosto de 2010

La guarida del tiempo

En la guarida del tiempo
se cocinan los destinos,
el amor baraja cartas
"contra flor" canta el olvido.

La rutina coquetea
con el asombro y la magia
y el dolor, borda en silencio,
penas para una muchacha.

Si pudiéramos entrar
en la guarida del tiempo,
podríamos cocinar
cambiando los condimentos.

La alegría tendría en jaque
a la muerte y al destierro,
todos los vinos del mundo
celebrarían por ello.

Una pizca de ternura,
unas hojas de esperanza,
aroma de albahaca fresca
inundándonos el alma.

Si pudiéramos entrar... en la guarida del tiempo.