jueves, 19 de mayo de 2011

Palabra de café

Soy solamente un lugar, un espacio, a veces la contención, la saciedad del hambre o de la sed. Soy un testigo silencioso. Un sitio recordado. Escucho todas las historias. En mi se guarecen sentimientos y halla consuelo el que ha quedado solo o está dolido por esa pena que no cesa. Alguien descansa para tomar aliento y seguir. Refugié algunos que la policía corría , muchas veces. Ese que está ahí les abrió la puerta. Tiene memoria de la revolución española. Algunos, como aves migratorias, hacen posta y continúan su vuelo. Esos, por lo general, hablan otros idiomas. Yo prefiero los que vuelven, en un rito que agradezco porque me gusta ver caras conocidas. Sabés, tengo fantasmas, pero no dejo que nadie los vea. Me acompañan cuando todos se han ido. Tengo un archivo de servilletas arrugadas que recogí del piso, con esbozos de poemas, frases, nombres y estas, ¿ves?, estas que atesoro especialmente, estas tienen lágrimas secas.

Todo lo que hubo para decir, se ha dicho acá y por eso se oye ese murmullo, de secretos, permanente. ¿Será de tanto escuchar que me he convertido en adivino? Puedo saber que te pasa, solo con ver tu sombra, o la curva de tu espalda o el agobio de tus hombros. Eso es porque oí hasta lo que no se dijo. ¿Ves aquél? escribe versos que jamás serán leídos. Ese otro, que mira la lluvia a través de la ventana, está recordando un día parecido a este, pero esa vez no estaba solo.

Los fantasmas que más quiero, son los de los pibes que en estas mesas hablaban de cambiar el mundo. Alguna señora con pañuelo blanco, les prepara el café de la mañana y los arropa a la noche. Varios estaban en aquellas corridas que te conté, los que escondió "el gallego", ¿te acordás? Esa vez no los agarraron. Después sí, volvieron para quedarse. Todos, a la larga, vuelven. Porque acá esperaron a quien no vino, refugiaron horas de amor de la intemperie y encontraron alguien que le puso la oreja a sus penurias.

¿Y vos que hacés? No te conozco... pero me gustaría... ¿no te tomás un cafecito conmigo? Sentate, podés elegir. Hoy es un día tranquilo, sentate adonde quieras... mirá cuántas mesas vacías...

miércoles, 4 de mayo de 2011

El dilema de Betina

Cuando vió que el hombre de mirada huidiza y manos temblorosas no encontraba posición en el sillón en que ella lo invitó a sentarse, pensó:
—Debe ser la primera vez —de modo que las primeras palabras, fueron para tratar de romper el hielo y hacerlo entrar en confianza.
Evitó cuidadosamente preguntarle por qué había venido. Eso podría ponerlo mas incómodo y mas en guardia de lo que ya estaba.
Notó que cada tanto miraba hacia atrás y que tenía una actitud de animal en estado de alerta.
—No conozco las reglas —dijo él—. ¿Cómo hay que hacer? ¿Usted me va a preguntar?
—No hay reglas, respondió ella. Quiero que esté tranquilo y que sepa que lo que hablemos acá, quedará entre nosotros.
—Como cuando uno se confiesa.
—Bueno, más o menos así. ¿Usted se confiesa?
—Soy un hombre de Dios, siempre cumplo con mis obligaciones —contestó desafiante. Ella anotó en un cuaderno que tenía en las manos.
El al notarlo preguntó: —¿Por qué escribe? No estará grabando —dijo molesto.
Ella le explicó que había datos, rasgos de su personalidad que debía recordar para poder ayudarlo, para poder armar ese rompecabezas que era su mente, pero que si eso lo incomodaba dejaría de hacerlo.
—Está bien, discúlpeme... no sé como... es la primera vez... yo no quería... pero mi mujer insistió.
—Su mujer le dijo que viniera.
Él asintió.
—Ella es quien más me conoce y entiende, la gente no sabe por lo que tiene que pasar uno, a veces. Ella sabe. No por que le contara. Yo no podía hablar, eran mis reglas y las cumplía. Siempre cumplí. Sólo con el cura. Y con mis compañeros. Aunque con ellos jugábamos a las cartas y contábamos chistes. ¿Para qué más? Había que pasar el tiempo de alguna manera mientras esperábamos.
De golpe, se abría la puerta, y allí empezaba nuestro trabajo. Anotar los datos, los nombres propios y los de sus amigos y las direcciones. Cuando se negaban venia la parte mas jodida. La orden era que hablaran, que dijeran todo, direcciones, eso era importante, así podríamos agarrar más. Yo siempre cumplí órdenes. Y que los hijos de puta vomitaran todo lo que sabían era lo que teníamos entre ceja y ceja. No me pida detalles. No quiero hablar de eso. Nunca quise. Los métodos, las maneras, yo no inventé nada, sólo ejecutaba. Tenía que conseguir información. A veces, alguno no resistía y cantaba. A veces, alguno no resistía y se callaba para siempre. Pero era por fallas de ellos, el corazón, que se yo. Nosotros tratábamos de no pasar el límite de lo que una persona puede aguantar. Y no por que nos diera lástima, no se confunda, esos hijos de puta se merecían eso y mucho más. Pero que alguno se nos quedara seco significaba un trastorno, y complicaba a los que se tenían que hacer cargo. Era preferible que duraran. A la larga se conseguían mejores resultados.
Pero eso quedó atrás. Lo que me pasa ahora es que sudo a la noche. Tengo pesadillas, sabe. Por eso vine, dice mi mujer que un psicólogo me puede ayudar. Yo no estoy seguro. Debe ser alguna cosa en los oídos, por que a veces oigo pasos, voces y no hay nadie. Seguramente, algo en los oídos. Los sueños no... bueno usted sabe como es eso. Dicen que la cabeza nunca descansa. Lo que más me asusta son las cosas que oigo e imagino cuando estoy despierto, es como si...
La voz del hombre fue haciéndose cada vez mas lejana e inaudible.
—Y veo manos, siento como si me agarraran.
Ella ahora solo se escuchaba a sí misma, a su propia voz que desde adentro decía: "Hijo de puta, torturador, ojalá las manos te agarren y te hagan mierda". Sentimientos de odio crecían al punto de hacerla pensar: "Yo te tengo en mis manos ahora. Podría hacerte pagar. Sería justo que pagaras, tengo tu mente... puedo hacer que pagues... puedo"
—Su caso excede mis posibilidades. Pero no se preocupe, voy a encontrar la persona que esté capacitada para atenderlo.
Ensayo su mejor sonrisa para contrarrestar su asco, y la cara de interrogante sorpresa del hombre. Sostuvo a duras penas la mirada intensa de él. No supo ni sabría jamás, si había entendido. Problemas de conciencia. No. Solo el sonido de sus pasos al alejarse, y esa especie de rumor, como de voces que se iban con él.
Abrió la ventana, respiró hondo y cuando la iba a cerrar, se dio cuenta y no lo hizo. No solo ella necesitaba aire. El lugar había quedado enrarecido.

martes, 12 de abril de 2011

El amor tiene cara de mujer

Teníamos planeado el viaje con la Negra. La idea surgió de la pena por que su hija viróloga, luego de casarse acá, había ganado una beca y se iba a radicar, junto con su marido en Estados Unidos, mas específicamente en San Francisco, lugar donde mi madre vivía desde hacía algunos años.

—Bueno Negra —le dije tratando de levantarle el ánimo— juntemos unos mangos. A lo sumo en un año tenemos la guita para viajar, vos ves a la nena y yo a mi vieja.
Esa meta le gustó, y creo que amortiguó el dolor. Su "nido vacío" empezó a llenarse con la esperanza de un viaje, a todas luces maravilloso.
—Imaginate Negra, vos y yo en San Francisco... la rompemos.

Y con esa ilusión a cuestas, la vida que no se fija en gastos, nos hizo tocar fondo de golpe. Sobre todo a ella, porque se murió. Así, de repente, de un ataque, la Negra se murió. Su hija viajó a Buenos Aires. Nunca me voy a olvidar del círculo de dolor que formaban ella y sus hermanos en el cementerio, abrazados y llorando.
La vida, que tiene esa manía de seguir, continuó sin pausa.

Mi vieja era una presencia constante en el teléfono. Era adicta y llamaba a sus amigos desde allá como si nada. Un día me encontré con Virgilio Expósito en un concierto de alguien.
—Me llamó tu vieja —me dijo—. En casa le dijeron que yo estaba en Colombia. Pidió mi número y me rastreó allá.
Yo me reí. Propio de ella. También llamaba siempre a casa de Adolfo Abalos, en Mar del Plata. Adolfo y Nancy eran como hermanos para ella.
—Parecés la guía —le decía yo—. Te sabés todos los números de memoria.
Cuando hacía algo que quería compartir, llamaba a quien fuera sin problemas.
—Gastás fortunas —le reprochaba— pero en el fondo sabía que era su manera de acortar distancias.

La idea del viaje, se había ido bajo tierra, junto con la Negra, hasta que un día, mamá me llama y dice:
—Te mando el pasaje. Ya arreglé donde vivo para que te pongan una cama. No sale mucho. ¿Cuándo querés viajar?
Amigos de allá me ayudaron con el tema de la visa, renové el pasaporte, y en un mes estaba abrazando a mamá en el aeropuerto, llorando de alegría.
—¡Mirá, el Golden Gate! Lo viste en tantas películas. ¿No te emociona pasar por acá?
Todo era vertiginoso. Hacía años que no la veía y tenía una mezcla de sentimientos en los que la Negra ocupaba con fuerza su espacio, por eso de haberse muerto, y no estar conmigo en ese momento.

Luego de la consabida vuelta, almuerzo en un restaurante muy lindo, famoso porque iba Sinatra y ahí se había filmado una película, nos fuimos al hotel. Lo primero que hice al llegar fue llamar a la hija de la Negra. Junto con la mía compartieron jardín de infantes, escuela primaria y con la amistad que me unía a la Negra, sus chicos eran como míos.
—¡Sorpresa! Estoy en San Francisco —y ella todavía incrédula me contestó— ¡Qué bueno! ¡Quiero verte! Te pasamos a buscar a la noche.
Les di la dirección y vinieron a buscarme ella y el marido. Me llevaron a un lugar tailandés y a mostrarme lo linda que es la bahía de noche. En un momento que nos quedamos a solas, él me dijo:
—Alicia está rara. No sé que hacer. Llora... pienso que no ha podido superar la muerte de su madre.
—Bueno, puede ser —dije yo— aunque ya pasó mas de un año.
—¿Por qué no hablas con ella? Acá estamos solos, tenemos amigos pero no familia y vos sos como una madre para ella.
—Por supuesto —le contesté— aunque no quisiera forzarla.
—No, no —dijo él—. Mañana venís a casa y yo con un pretexto las dejo solas, para que hablen.

Y así fue. Al día siguiente, cuando quedamos solas, a la primera pregunta de cómo estaba, cayo en mis brazos, hecha un mar de lágrimas.
—Nunca me pasó una cosa así —decía entre hipadas—.
—¿Pero qué te pasa? ¿Andás mal con Alberto?
—No. El es un santo y mi mejor amigo —dijo calmándose un poco—. Hay una chica en el laboratorio, me mira, me espera. Y dice que me ama.
—¿Y vos que problema te hacés? Decile que no te joda, que no te interesa.
—Ese es el problema. Que me interesa. No se que me pasa. Nunca me gustó una mujer, ni siquiera una actriz de cine ¿Estaré loca?
—Pero no nena —dije sin saber muy bien de qué se trataba, pero con la seguridad de que el tema requería cuidado. Ella estaba muy asustada, con sentimientos nuevos y raros—.
—¿Qué hago?
—Lo primero que tenés que hacer, es aceptar que esto está pasando, y no pretender taparlo —dije pensando en el obscuro objeto del deseo—. Tenés que afrontarlo, y descubrir si está en vos.
—¿Si está en mi qué? —me preguntó aterrada.
Yo no quería herirla. El descubrimiento de sus sentimientos por una mujer a los treinta años era fuerte, sorprendente y atemorizante. Iba en contra de todos los mandatos.
—Si está en vos. Si es un sentimiento pasajero o...
—Si soy lesbiana.
—Sí. Lo peor que podes hacer con esto es taparlo, tenés que indagar en vos, tenés que saber. Ahora estas casada con un hombre. Podrías seguir así y dentro de un tiempo descubrir que esto no era. Me parece lo mas sano, que pongas en claro tus sentimientos. Y sobre todo, si hay algo que afrontar, que lo hagas.
—¿Me estás diciendo que pruebe?
—Claro. Lo peor que podes hacer, es pretender que no existe.
Quedo pensativa un rato, y ya mas calmada dijo:
—¿Qué creés que hubiera dicho mamá de esto?
—Lo mismo que te digo yo —contesté sin vacilar—. Y lo sé, por que esto que te digo a vos, es lo mismo que le diría a mi hija si estuviera en tu lugar.

En mi plan de prueba no figuraba la charla aclaratoria que tuvo con su marido. Ella era muy derecha, así que le contó todo antes de que pasara nada. Y él, con la generosidad del amor verdadero se apartó, dejándola sola, para que pudiera aclarar su panorama.

Pasaron como veinte años desde aquel momento. La Negrita, hizo una gran carrera en el campo científico. Su nombre es reconocido, ha sido premiada. En el mundo se conocen sus trabajos. Es uno de mis orgullos. Les dije que era como una hija para mí.

Hace años que volvió. No soportó el destierro y además quiso poner al servicio de Argentina su sabiduría, sus descubrimientos, y sobre todo trabajar para su gente. Ahora vive acá. Y con ella vive Jenny, aquella mujer inquietante, que la asustaba tanto, y que es su amor, y su pareja desde entonces, desde hace veinte años. Jenny siempre me dice que por culpa de mis consejos ella vino a parar al tercer mundo. Yo le contesto que no tendremos dólares como allá, pero tenemos amor y la ley del matrimonio igualitario. Primer mundo a mí...

domingo, 27 de marzo de 2011

Para cuando florezcan los cerezos

Por mucho mundo que uno conozca, siempre habrá lugares, paisajes y culturas pendientes. Esto le ocurría a una pareja de amigos míos, que muy acostumbrados a viajar por todas partes, habían pospuesto Oriente, como una especie de corolario, de culminación de su vida errabunda, ávida de conocimiento, historia, gente, ritos y costumbres milenarias, tan diferentes y tan llamativos para recorrer y explorar. Un día cualquiera, se miraron a los ojos, y supieron que era el momento de organizar la partida, esa que les faltaba realizar, de esos mundos que querían visitar desde siempre.

Llamaron a una agencia y expusieron su deseo de recorrer parte de Oriente, haciendo hincapié en su interés por Japón, China y Vietnam. Acordaron presupuesto, condiciones e itinerario. El tiempo de viaje estaba distribuido en días recorriendo Japón, con los puntos que ellos habían sugerido como de su gusto, luego vendría China y por fin Vietnam.

Corría el mes de febrero y en los últimos días se iniciaría el viaje. Entre los preparativos, documentación, qué ropa llevar, quien cuidaría la casa en la ausencia, a ella le vinieron a la mente los cerezos de Japón, esos que solemos ver en las postales, algunas veces acompañados de una muchacha vestida a la usanza con una sombrillita y pinchos en la cabeza. Pensó entonces, que si iniciaban el recorrido en esa fecha, los cerezos no habrían florecido.
—No —dijo para sí—. Yo quiero ver los cerezos en flor.
Y ahí no mas, llamo a la agente y le dijo que quería hacer algunos cambios.
—Pero ya están hechas las reservas —se atajó la organizadora.
—Los cerezos en Japón florecen en abril, de modo que no lo quiero como primer punto Haga el favor de cambiar el itinerario —insistió.
Y por aquello de que el cliente siempre tiene razón junto con su obstinación, el cambio se realizó. Cuando se lo comentó, el marido asombrado, le preguntó los motivos.
—Es que los cerezos en Japón florecen en abril y yo quiero verlos florecidos.
Él no se opuso. Ver Japón como en las fotografías más bellas no le pareció mala idea.

Llegaron a Vietnam que con el cambio se había convertido en el primer país del itinerario. A los pocos días estalló la tragedia. Terremoto, tsunami, radiactividad, noticias terribles, miles de muertos, heridos, desaparecidos, réplicas que mandaba la tierra amenazante y despiadada. La situación en Vietnam era mantener las puertas y las ventanas cerradas. El viaje soñado se había convertido en un infierno del que les costó salir.

La operación retorno no fue fácil. Los aviones habían colapsado su capacidad, así que haciendo malabares de vuelos a distintos destinos, luego de 48 horas en el aire, consiguieron aterrizar en Buenos Aires. Los hijos y los nietos los esperaban ansiosos. El miedo de saberlos en peligro se disipó cuando los tuvieron delante. —Estoy muy contenta de abrazarlos —dijo ella—. Fue una odisea llegar. Por un momento creí que no lo íbamos a lograr.
Salieron de Ezeiza y en el camino de regreso ella habló con tristeza de la tragedia y dijo con melancolía, como para sí,
—No pude ver los cerezos florecidos en abril.
—Los cerezos les salvaron la vida —dijo la nieta.
—¿Cómo?
—Claro. El primer punto del viaje era Japón ¿No te acordás? Vos lo hiciste cambiar porque querías ver los cerezos florecidos.
Se hizo un silencio denso y respetuoso dentro del coche. Como un agradecimiento a la vida que nadie pronunció, pero que todos compartieron. Las palabras de la niña habían descubierto algo que, por la premura, y el miedo, ninguno había pensado ¡El cambio de itinerario!
—Voy a hacer un lugar en el jardín —dijo ella, con lágrimas en los ojos—. Voy a plantar un cerezo.

lunes, 3 de enero de 2011

Un asunto raro, eso del amor

Solíamos vernos bastante seguido. A pesar de no tener muchas cosas en común, nos unía el placer de la buena mesa, y la simplicidad de las charlas referidas al campo. La gente de campo, la vida en el campo, la siembra, la cosecha, la lluvia, la sequía, la soledad. Ella no compartía del todo este amor, pero acompañaba a su marido -bastante mayor- en algunos viajes por negocios o placer o como la vez que fueron a comprobar el desastre de las inundaciones que dejaron las tierras anegadas e inservibles para siempre.

Compartían un departamento chico pero confortable cuando el venía a la ciudad. El resto, ella en su empleo, él viajando. No era lo que se dice un matrimonio de tiempo completo. Las ausencias de él eran frecuentes y las infidelidades de ella, también. Era un amor raro, por lo menos, eso nos parecía.
Muy unidos, atentos a las necesidades del otro y si no fuera por las escapadas de ella, podría decirse que eran una pareja perfecta.
Él la amaba sin reservas, a todas luces se veía. Ella a su modo, creo que también. Eso lo comprobamos después. Pasaron los años y la vida en común signada por la rutina. El se refería a su ex mujer como "mi socia". Nunca supe si realmente tenían un negocio en común, o solo era su manera de nombrarla.

Ella me hacía partícipe de sus aventuras y al principio yo sentía en estas confidencias algo de resquemor. Después, se convirtieron en parte de la cosa. Ahí comencé a pensar que él lo sabía y que miraba para otro lado por que no quería perderla. La había conocido siendo ella muy joven y él casado y con hijos, la instaló en la ciudad, en el departamento que visitaba a escondidas al principio y que legalizó cuando se separó; mudándose con ella la llamaba "su mujer" ya sin tapujos. Ella era muy hermosa, una rubia muy alta y atractiva y mientras él envejecía, ella alcanzaba la plenitud de su belleza.
De alguna manera, en el fondo de nuestros pensamientos, albergábamos la sucia idea de que a ella la movía el interés para estar a su lado, manteniendo esta relación tan despareja y sostenida por sus visitas a camas ajenas para matizar la rutina.
Yo me mudé, y por esas inexplicables bifurcaciones, transitando otros rumbos, dejé de verlos. Pasaron mas años y un día encontre a alguien que los conocia. Pregunté por ellos.

—¿Cómo? ¿No te enteraste? El la dejó... después de tantos años... ¿Quién iba a decir, no?
—¿A decir qué? —alcancé a preguntar.
—Que el que la iba a dejar fuera él, que ya ronda los 95 si es que está vivo.
—¿Y ella? ¿La viste? ¿Cómo está?
—¿Ella? Parece una anciana. No sabés la depresión que tuvo cuando él la dejó... hijo de puta. La última vez que la ví, juré no volver. Me hizo mierda.

Nos despedimos. Cuando quedé sola entendí la magnitud del amor mutuo. El de ella que no pudo soportar el abandono y el de él, que como un elefante viejo, que sabe que va a morir, se apartó de la manada, se retiró a esperar, y sobre todo , se alejó de ella, para no molestarla.