jueves, 25 de octubre de 2012

Viaje

Y son tantos...

En un desfile constante, los habitantes del subte, mendigos y vendedores, pasan con sus pedidos y ofertas. El ciego que canta mal y toca peor se lleva cinco pesos con los que alguien alivia su conciencia. Alguno vende cintas para el pelo, cartoncitos con el itinerario de las distintas líneas. «Esto puede ser útil», pienso. Con mas o menos suerte, esta corte terrible desfila ante mis ojos.

Un muchacho grandote y saludable empuja una silla de ruedas en la que lleva una cabeza con algo del torso. Quedo paralizada. Ni siquiera atino a abrir la cartera. Una señora aconseja a una madre soltera sobre los cuidados del bebé.

—¿Sos sola? ¿No tenes quien te ayude?
La chica respira aliviada cuando la mujer llega a destino. Todo en el trayecto hasta la estación Uruguay. 

Bajo. En la calle se me cruza una renga pidiendo. «Si le doy ¿la ayudo realmente?», me pregunto.

Cuando tengo la respuesta, la renga quedó atrás. Las miserias humanas son iguales en el túnel que a la luz del sol. Un hombre con voz ronca, habla sobre las bondades de un cable...
—¡Para todo tipo de tecnología, mp3 y computadora! —grita.
Al pasar cerca descubro que el cable tiene auriculares. Vendedores de monederos, collares, cinturones. Algunos me resultan conocidos. Una mujer repite como una letanía, —¡Para la Barbie... vestiditos y tapados! —el rebusque a la orden del día.

¡Son tantos! Arrastro mi propia miseria. Voy rumbo a Lavalle. En la esquina de Uruguay y Corrientes, desde una estatua, sentados en un banco, Olmedo y Portales me saludan con sus brazos mancos. 

domingo, 12 de febrero de 2012

Ventana Parpadeante

Como si viniera desde lejos, oyó un nombre que no era el suyo, llamándola. La bruma de su mente se abrió al recuerdo de un bautismo forzado.
—A partir de hoy te llamás Jesica y vos Lorena.
Abrió los ojos hinchados y llorosos tratando de distinguir el lugar, los objetos, desentrañando una penumbra que estaba partida en dos por un haz de luz que penetraba prepotente desde una ventanita, que puesta como por equivocación, parpadeaba en el muro, casi junto al techo. Cuando pudo acostumbrarse a la oscuridad, vió que al lado suyo había alguien durmiendo. Entonces recordó.

El viaje desde su pueblo, la mujer que las recomendó para el trabajo. Los hombres que al principio las trataron bien y que fueron cambiando a medida que la camioneta devoraba los kilómetros, hasta llegar a ese lugar, en el que la mujer que las recibió les dijo sin ningún miramiento:
—Acá van a tener casa y comida, pero eso sí, tienen que andar derechas y recordar que el cliente debe quedar satisfecho para querer volver. Allá al fondo tienen el baño. Mis chicas están bien limpitas -dijo mientras se reía- .
En un dialogo mudo, las niñas mirándose se dijeron: —Es una trampa, no es un trabajo en una casa de familia. ¿Qué vamos a hacer? María quiso hablar, preguntar:
—Está equivocada. La señora nos recomendó para un trabajo de mucamas...
Sintió que el ojo le iba a estallar por la cachetada que le cruzó la cara.
—No seas imbécil. Ya están acá y el traslado me costó mucho. Además está la ayuda que le dimos a sus familias. Tienen que trabajar para pagar todo eso -dijo la mujer mientras las empujaba por el camino al sótano, que a partir de ahora sería el lugar de su cautiverio-. Sólo podrán salir de acá para atender los clientes o ir al baño.

Poco a poco, comenzaron a clarificarse sus recuerdos. Pensó en su madre diciéndole que se cuidara, que esperaba que le tocara una patrona buena, que mandara toda la ayuda que pudiera reunir, que no se olvidara de sus hermanos...
El olor a humedad se hizo más intenso y comprendió que la inalcanzable ventanita parpadeante daba a una calle en la que la vida pasaba sin fijarse en ellas, quizá sin saber que estaban ahí. Y de alguna manera era cierto. El parpadeo lo producía la sombra de los caminantes. La calle era muy transitada a juzgar por los ruidos y los bocinazos. Voces y risas se mezclaban en una cotidianeidad que transcurría ajena a ellas. Pero no todos ignoraban su calvario. Los de la comisaria que "cuidaban" el lugar, dando su protección a cambio de una cuota y el uso gratuito de las instalaciones y de las niñas. Los clientes que sabían que allí había carne fresca, nueva y que se renovaba seguido. Los cómplices, piezas fundamentales de este negocio incalificable, conocido como "la trata de personas", que suele ser noticia en los diarios cuando una chica "desaparece" o un cuerpo es hallado en esos episodios sin esclarecer, a los que nos hemos ido acostumbrando...

Esto es en memoria de las que han muerto, de las que están resistiendo, de las que serán esclavizadas, mientras nosotros, los que pasamos por la ventanita parpadeante no hagamos nada... y miremos hacia otra parte.