martes, 3 de diciembre de 2013

El viaje

Las cejas en arco, como si esperaran una revelación. El cuerpo tenso del hombre que iba en el tren de la tarde hasta la estación Tigre. De pronto se aflojaba, como replegándose, y sus manos hacían un gesto como diciendo «se acabó». 

Nadie lo miraba. Yo lo hacía con disimulo. Él continuó todo el viaje inmerso en un diálogo secreto, que hacía que los surcos de su frente se parecieran a las olas que se derraman en la orilla, con ese temblor de haber llegado a alguna parte. Yo lo espiaba. No quería interrumpir su coloquio. Me sentía como entrando en zona ajena y sin permiso, mientras pensaba que cara estaría poniendo yo, con la curiosidad de querer saber. 

Miré alrededor asustada, sintiendo que también a mí alguien podía estar observándome. De pronto, me sentí el punto, el motivo, el centro. Fue cuando él me clavó su mirada dura y en mudo reproche me preguntó sin decir nada, «¿A vos qué te importa?».

Los Rojos

—¡Los rojos den un paso al frente o los fusilamos a todos!

La noche se iluminó de pronto con las luces que portaba la Guardia Civil.
Los susurros que apenas se escuchaban unos segundos antes, se convirtieron en voces, gritos, órdenes, y todos supieron que era mejor obedecer. Mientras alguno conseguía escapar, cuatro de ellos se separaron del grupo y cumplieron con lo que los esbirros de Franco reclamaban. En este intento desesperado de salvar a los demás, estaba mi abuelo Agustín.

Por algún motivo que nunca supe, se conformaron solo con ellos cuatro. Y luego de golpearlos duro los llevaron a la cárcel. Hacinamiento, hambre, frío e incertidumbre fueron rutina en el cautiverio. Afuera, los bandos enfrentados seguían en una lucha desigual como todas las peleas que sostiene el pueblo invadido y diezmado, cuando se enfrenta a ejércitos organizados y bien provistos.

Mi abuela María había conseguido un permiso para llevarle comida a su marido. Al entrar a la prisión era humillada por los guardias que con el pretexto de «revisarla para que no pasara nada indebido» la manoseaban entre risas y sin miramientos. Ella tragaba sus lágrimas y su vergüenza. Sólo pensaba en entregarle el alimento y poder verlo, aunque fuera unos minutos.

Las noches solitarias de la abuela eran una pesadilla mezcla de sueño y de vigilia, de miedo y de angustia. Había oído de gente desaparecida. Sabía de presos que eran llevados en medio de la noche y fusilados y enterrados quién sabe dónde. Temía por su Agustín. «
¿Por qué diste el paso al frente?», pensaba. «Si no lo hubieras dado los mataban a todos. Pero otros no lo dieron… ¡Ah! ¿Por qué serás tan rojo Agustín?», le reprochaba con el pensamiento, no muy convencida.

Con la sensación de la muerte pisándole los talones, pasaron los días en los que nunca dejó de visitarlo ni de pensar cuál sería su destino. Un día de tantos, mi abuelo Agustín apareció en casa corriendo hacia los brazos de mi abuela. Se habían traspapelado unos documentos, alguna burocracia ayudó tal vez. Nunca supimos por qué lo liberaron.

Celebraron ellos dos con mi madre, sin que nadie supiera y sin hacer ruido. Mi abuelo tenía que dejar España. Habiendo sido marcado como Rojo su suerte estaba echada. Lo que siguió era lo más difícil: conseguir dinero para el pasaje y el pasaporte. Con la ayuda de algún contacto, de la familia y de algún desconocido también, mi abuelo Agustín se marchó en un barco rumbo a Venezuela, con la promesa de llevar a mi abuela y a mi madre en cuanto consiguiera trabajo en esa tierra lejana y desconocida que no lo esperaba y a la que él acudía con la esperanza de iniciar una vida lejos del horror. Una carta que guardaba como un tesoro, era el vínculo con gente que quizás pudiera ayudarlo a encontrar empleo.

La travesía fue más larga de lo que esperaba. En esas noches, mirando el mar infinito, debe haberse dado cuenta de cuán lejos quedaba su tierra donde había dejado a su mujer y a la hija de ambos. Agustín no pudo saber en que momento el mar Mediterráneo se convirtió en Caribe. Y miró entre lágrimas ese cielo que lo cobijaba, tal vez parecido al de su Valencia. Pensó en María. Si ella miraba el cielo, sería el mismo, aunque fuera otro. Cuando el barco ancló en tierra venezolana, tuvo el primer contacto con el destierro.

Tenía que seguir. Luego de los trámites de rigor, se encaminó hacia el pequeño hotel cuya dirección estaba escrita en el papel arrugado que aferraba en su mano. No quedaba lejos del puerto, de manera que recorrió el camino andando, conociendo, asombrándose con tanta vegetación y colores diferentes. Con paso cansado y hambriento llegó a destino. Tenía algo de dinero como para aguantar hasta conseguir conchabo. Tomó una habitación con un camastro, un ropero destartalado y una ventana que daba a ninguna parte pero que permitía que entrara un poco de aire. Le indicaron los horarios de la comida. Tenía tiempo de darse un baño antes de bajar a cenar. No fue tan fácil. Cinco o seis hombres hacían fila para tomar una ducha en el único baño del lugar. Desechó la idea ante el temor de quedarse sin comer.
–Los horarios son para cumplirlos –le había advertido el dueño.

Bajó al comedor. La escalera crujió a su paso y amenazó con venirse abajo.
Sobre la mesa, un papel de estraza salpicado con manchas de aceite anunciaba que ya había sido usado. Le llevaron un plato de frijoles con arroz. Lo devoró. No era como la comida de María, pero supo calmar su hambre. Cuando por fin se durmió, soñó que su mujer lo llamaba gritando –¡Está lista la paella, Agustín!
La cocina de María. La mejor de Valencia, soñó.

Los ruidos del lugar extraño lo despertaron temprano. Lo suficiente como para no encontrar a nadie y sin tener que esperar, darse una ducha. Se sintió revivir como una planta sedienta y se dispuso a comenzar la búsqueda de un posible trabajo. Pero antes tenía que desayunar. La curiosidad del dueño del hotelucho mientras le servía el café fue providencial. Le dijo que la Señora de la finca en la montaña buscaba un chofer.
–¿Sabe manejar?
–Pues claro –dijo Agustín–. Si habré llevado cargamento de naranjas allá en mi tierra.
La Señora va a estar agradecida –pensó el dueño mientras escribía la dirección en un papel. «El hombre parece decente», pensó.

Llegar no era fácil. Tendría que contratar una movilidad. Consiguió una camioneta vieja que seguramente estaba acostumbrada a caminos difíciles. Este lo era. Entre barquinazos mientras trepaba pudo ver la explosión de verdes cada vez mas profusa al costado del sendero. Flores y grandes plantas lo distrajeron y no se fijó en los peligros de esa ruta precaria que de un costado tenía la ladera de la montaña y del otro el precipicio, un abismo que se hacía mas profundo a medida que subían.

Al pasar por un recodo, encontraron una planicie poblada de un montón de chozas, con techo de paja que apenas servían para guarecerse.
–¿Quiénes viven ahí? –preguntó.
Antes de escuchar la respuesta, un puñado de niños rodeó la camioneta. Le llamo la atención que todos fueran negros. Todos. Cuando llegó a Venezuela había visto a muchos, pero también mulatos y blancos. Acá, a juzgar por los niños, parecía no haber más que negros. Se lo dijo al conductor.
–Son los hijos de los trabajadores de la finca –le explicó.
Sus padres recogían algodón, se ocupaban de las siembras, del azúcar, del tabaco y del ganado. También de la cría de caballos, famosa y con mercado en el exterior. «Es un feudo», pensó Agustín y no se equivocó.

Esos negros que vivían en el asentamiento eran los descendientes de aquellos arrancados de África, vendidos en estas tierras lejanas para vivir un destino del cual no habían podido escapar. Se le estrujó el corazón al ver el resultado de la colonización española en esas caras de niños con el sello inconfundible del sometimiento y del hambre. Acompañaban el paso lento del vehículo con las manos extendidas. Agustín lamentó su propia pobreza que no podía dar nada. Lentamente fueron quedando atrás mientras la camioneta seguía subiendo.

De pronto, como brotando de la espesura, la gran casona apareció ante sus ojos. «Es un palacio», pensó Agustín y no estaba errado. El viejo castillo, dueño y señor de todo lo que lo rodeaba, se presentaba erigido con la magnificencia y el esplendor propios de varias generaciones de dueños de las tierras y de los seres que las habitaban. Entraron al área de servicio de la casa y allí los recibió una mujer que se presentó como ama de llaves y encargada de la selección del personal. Se dedicó a preguntar todo lo que quiso al aspirante al puesto de chofer. Ella pasaría el informe a la patrona, que por supuesto, era quién tenía la última palabra. Cuando tuviera una respuesta se comunicarían con él.

El camino de regreso le pareció mas corto. Al pasar por el caserío vio que alguno de los peones, con herramientas en mano, volvían de sus tareas. Todos eran negros. Y ya no tuvo ninguna duda. Por mas que la esclavitud había sido abolida desde hacía mucho tiempo, esa era otra manera de sometimiento y abuso. Esa gente no tenía más refugio que esas chozas, ni más trabajo que el que les hacían hacer en el feudo, a cambio de dejarlos vivir en el predio. «Bueno Agustín… parece que no tienes mas remedio que seguir siendo rojo», pensó.

Ese trayecto compartido le sirvió para hacerse del primer amigo. El que lo había llevado se llamaba Juan y vivía de hacer mudanzas y viajes con la camioneta. Residía en el pueblo junto a su mujer y sus dos hijos. En los ratos libres, Juan tomaba tragos y jugaba cartas en la cantina y fue a través de él que Agustín conoció nuevos amigos con quienes compartir la lentitud del tiempo y de la espera.

Las noches largas y calurosas tenían un nombre, María y un recuerdo entrañable, Teresa, la hija de ambos. Y un solo propósito que lo rondaba sin dar tregua: sacarlas de España. Traerlas con él, volver a reunir a su familia. Los tres, para siempre. Aunque fuera lejos, aunque fuera ahí, en ese sitio desconocido que quizás pudiera albergarlos a ellos juntos.

«No sueñes Agustín. Para eso hace falta dinero, papeles, trabajo», pensó. Y un día, el trabajo llegó, en forma de una misiva diciendo que si estaba de acuerdo con las condiciones que le adjuntaban, podía mudarse cuanto antes a la casa para convertirse en el chofer de la Señora. Todavía incrédulo de su buena suerte, juntó sus pertenencias y se comunicó con Juan para que lo llevara. Canceló el hotel y le agradeció al patrón el dato que le había posibilitado encontrar trabajo.

Cuando llegó, el ama de llaves volvió a recibirlo y le asignó un cuartito en el área de servicio. «Vaya, que es mejor que el cuartucho del hotel», pensó sorprendido. Le dijo que se arreglara, que la Señora iba a recibirlo. Se lavó la cara y los sobacos y se cambió la camisa. Una blanca como la nieve descansaba en el fondo de la maleta. No sabía como se había salvado del uso y de la suciedad, pero se alegró de tener algo decente para echarse encima. Se sentó a esperar. Salir del cuarto le pareció impropio. Además, ¿a dónde iría en semejante tamaño de casa desconocida? Sería como meterse en un laberinto.

El ama de llaves le dijo su nombre y que como era soltera debía llamarla Señorita Elena. Lo condujo hasta una sala a la que llegaron atravesando una enorme biblioteca, varios pasillos y algunos saloncitos de estar. La Señora esperaba sentada a una mesa de té, con todas las vituallas imaginables para su deleite. Agustín se paró frente a ella y la saludó respetuoso. No sabía si era lo correcto o debía esperar a que ella le hablara. Tampoco sabía que hacer con sus manos ni con el sudor que empezaba a descender desde su cabeza. La Señora se limitó a echarle una ojeada, le dijo que la Señorita Elena iba a proveerle de la vestimenta adecuada y que al día siguiente debía llevarla a una cita con el médico en el pueblo. Que comenzara sus funciones poniendo el auto en condiciones en lo que quedaba del día.
–Puede retirarse –dijo, dando por finalizada la entrevista.
Agustín dejó el cuarto con un temblor en las piernas pero contento de haber pasado la primera prueba. Del otro lado de la puerta, eficiente, aguardaba la Señorita Elena que lo guió hasta el garaje y le indicó por donde llegar a su cuarto sin perderse. También le dijo que se presentara en la cocina para cenar.

Pensó que luego tendría tiempo de acostumbrarse y conocer la casa. La casa… si parecía un castillo por fuera, no era menos por dentro. Enormes arañas pendiendo de techos altísimos, alfombras que delataban su fino origen. Por donde mirara grandes cuadros con escenas de caza y muchos óleos, retratos de antepasados seguramente. Cristales y platería por todos lados, que permanentemente lustraban y limpiaban tres o cuatro mucamas que debían vivir en la casa. Los únicos blancos del personal, parecían ser él y la Señorita Elena. En su camino hacia la cochera pudo ver mozos de cuadra, también negros, llevando caballos por las bridas y a la niña, la hija de la Señora, de unos veinte años que entraba cabalgando, seguramente volviendo de un paseo. Parecía una reina. No lo miró. Dejó el animal a los mozos que corrieron presurosos para ayudarla y entró a la casa.

Ya en el garaje, puso toda su atención en el coche. Controló que todo estuviera en orden. Aceite, agua, líquido de frenos. Luego con su mayor ahínco se dedicó a la limpieza por dentro y afuera, hasta dejar todo reluciente. Todo menos su camisa blanca que había quedado hecha un asco. Debía encontrar donde lavar su ropa. El tiempo de la travesía y sus días en el hotel habían acabado con la pulcritud de sus pocas pertenencias.

Entro al área de servicio y encontró un gran lavadero, con grandes piletones y jabón para lavar. Por la ventana pudo ver varias sogas con ropa tendida. Fue hasta su cuarto, regresó con la ropa sucia y comenzó la tarea. La Señorita Elena le trajo el uniforme.
–Espero que le quede –le dijo.
Él deseó lo mismo pensando en el día siguiente en que debía llevar a su ama por primera vez. Ese día se presentó radiante como el sol y con las indicaciones de la Señora que no le sacaba la vista de encima, pudo cumplir con su obligación de llevarla a su cita con el médico, hacer compras, aguardarla. En cada rato de espera pensaba «No parece mala, sí algo desconfiada. Creo que está conforme y que no le he caído mal».
–¿La Señora está conforme con mi servicio? –se aventuró a preguntar en el viaje de regreso.
–No soy de hacer alabanzas, pero si no estuviera conforme lo sabría usted de inmediato –le contestó ella.
«Vaya el carácter que tiene», pensó Agustín tragando saliva y no volvió a abrir la boca.

Los días transcurrieron con las mismas obligaciones: llevar a la Señora, a la hija, hacer recados y mantener el auto reluciente que daba gusto. En los ratos de espera, Agustín aprovechaba para ir hasta el correo a enviarle a María sus noticias. Cada tanto recibía carta de ella y de su niña.
–Que te extrañamos, que estamos bien, que cuándo volveremos a reunirnos.
«Vaya uno a saber», pensaba Agustín sin resignación. Eso jamás. Él no perdía la esperanza. Ya se ingeniaría para llevarlas.

Un día se animó a hablar con la Señora sobre su María, de lo bien que cocinaba, de que en Valencia no había otra como ella, de sus paellas que eran famosas. La Señora no dijo nada, pero quedó pensando en que no le vendría mal tener una cocinera europea que además de darle categoría, variaría el menú con su cocina diferente. Los banquetes con que celebraba la compra de alguno de sus caballos no estarían nada mal con el toque chic de la cocinera europea. Con unas negritas para ayudarla, seguro que de sus fiestas se hablaría en toda la comarca.

María mientras tanto trabajaba en lo que fuera, lavando, almidonando, cocinando y cosiendo para mantenerse con su hija. El giro que enviaba puntualmente Agustín para proveerlas era guardado sin tocar ni un duro. Lo ahorraba con la idea de poder tomar un día el barco con Teresa y reunirse con su marido. Volverían a ser familia los tres.

Comenzó por sacar pasaportes y con esa ilusión que la sostenía, esperaba.
Hasta que un día en una carta, Agustín le decía que se prepararan, que la Señora ayudaría algo con los pasajes y que ella tendría trabajo al llegar. El sueño empezaba a convertirse en realidad. Ya no veía la hora de abrazarlo. Como una chiquilla que acude a su primera cita, María arregló, transformó, reformó viejos vestidos para su encuentro con Agustín. «Pero si este parece recién salido de la tienda», se decía mirando su obra.

El día que ella y Teresa abordaron el vapor, sintió que la Virgen de los Desamparados había hecho el milagro, que había oído sus ruegos y que estaba a su lado. Y esa noche salió a cubierta y en un rincón a cielo abierto le dio las gracias orando a Geperudeta. El largo viaje comenzó para ellas. Pero qué diferente era con la fuerza de la fe y de la esperanza.

Los brazos de Agustín las abarcaron para siempre no más bajaron a tierra. La Señora le permitió llevar el coche para buscarlas. María solo tenía ojos para su marido y le parecía un sueño estar a su lado. «Tuvimos suerte», pensó. En todo. Desde su liberación casual hasta haber conseguido los papeles para salir. Por esos días, España estaba mucho menos dura con los que querían emigrar. Ella y su hija, felices, se enfrentaban a ese mundo nuevo y recuperaban su familia. María sabía que ella tenía fuerzas para trabajar por los tres. La Señora dispuso que la habitación que ocupaba Agustín quedara para Teresa concediendo una habitación con cama matrimonial para él y su esposa.

María fue puesta a prueba al día siguiente de llegar. Agustín bajó al pueblo a comprar los elementos. La Señora ordenó que preparara una paella. Siempre mandaba que se hiciera comida de más.
–¿Y qué hago con lo que queda? –preguntó María.
–Pues se lo da usted a los perros, que también deben comer.
–¿Te das cuenta, Agustín? ¿Mi comida a los perros? De ningún modo.
Y allá enviaba a su marido con lo que quedaba para las familias del asentamiento.

El trabajo de María se hacía cada vez más duro. Las fiestas eran más frecuentes con banquetes que ella preparaba. Esa primera paella con que demostró su habilidad hizo que la Señora permitiera que se adueñara de la cocina.
–¿Qué le apetece, Señora? –le consultaba.
–Lo que usted haga María estará bien –le contestaba ella.
Había ganado su confianza al punto de que no solo disponía el menú diario, también dejó a su cargo la elección de los platillos que hacía servir en sus reuniones.

Y como siempre, la comida sobraba y María tenía muchas bocas que alimentar que empezaron a depender de ella.
–Agustín, hay que conseguir sobras para los perros, que no dan más de flacos. Ve y consigue pienso para alimentarlos. No vaya que quieran salir de caza y esos animales están tan hambreados que no se van a tener en pie.

Teresa, la hija de trece años de María y Agustín, era la encargada de limpiar el canil donde estaban los perros. «Ojalá no comieran nada, así no cagarían tanto», pensaba.

Otra de las tareas de Teresa era ayudar a lustrar la platería, repasar la cristalería y a la noche, cepillar los cabellos de la Señora y su hija. Cincuenta pasadas de cepillo a cada una. Tareas pesadas para mi madre, con sus pocos años. No quiere ni hablar de esa época. Mi abuela dice que la pobrecilla se iba a dormir con los brazos entumecidos.

Mi abuelo era el encargado de llevar la comida que María lograba rescatar. A veces, servía mínimas porciones a algunas invitadas.
–¿Pero no es poco? –le preguntaban las mucamas.
–Tú le llevas eso. Como la tía es muy remilgada, verás que no pide más.

Y así se las arreglaba para aumentar las raciones de sus protegidos. Lo mismo hacía con los huevos. Juntaba y mandaba. Un día a la Señora se le antojó un postre a base de huevos. María tuvo que decirle que no había.
–Porque las gallinas están viejas o cansadas y es que no ponen como debieran, verá usted.
–Pues habrá que comprar más gallinas. Encárguese María y que no vuelvan a faltar los huevos.
María repobló el gallinero y tuvo más cantidad de huevos para enviar.

Agustín se las ingeniaba para trasladar a los enfermos y a las parturientas con el auto. Y con la comida y los huevos lograron organizar una cadena de manos que a determinada hora, hiciera llegar todo desde la casa hasta la ladera sin ser vistos.

El tiempo transcurrió. Mi madre cumplió dieciocho años en el feudo. Mis abuelos habían alimentado y ayudado en todo lo que pudieron a esos semi esclavos del asentamiento.
–Viendo como viven, pues yo también soy roja –decía mi abuela.

La prosperidad de los campos, la cría de caballos, la cosecha de algodón, todo hizo de la finca de la Señora uno de los feudos mas ricos de América del Sur. Mis abuelos empezaron a girar sus ahorros con la idea de comprar una vivienda en Valencia. Los recibía un hermano de mi abuelo que fue el encargado de comprarles una casa que ampliarían algún día.

No sé si fue la nostalgia del destierro, el clima o alguna vieja dolencia. La cosa que el corazón del abuelo comenzó a dar señales de alarma. Al principio no hizo caso pero cuando fue al médico supo que su corazón se había gastado antes de tiempo y no daba para más. Llegó un momento en que se agitaba con el solo intento de caminar.

–María, creo que me voy a morir. No quiero morir acá, lejos de mi tierra. Quiero regresar a Valencia –le dijo a mi abuela.
–Que no te vas a morir Agustín, pero si tú quieres, nos volvemos.
Y mi abuela puso manos a la obra para organizar el retorno. Lo primero, escribir a la familia para pedir pasajes o dinero. Eso llevaría su tiempo. Lo segundo dar aviso a la Señora.

–Tengo algo que decirle Señora…
–Diga María…
–Pues verá, que mi Agustín se ha puesto malo. En verdad muy enfermo. El dice que se va a morir y quiere volver a España. De modo que con el permiso de usted, le aviso que nos iremos en cuanto nos lleguen los pasajes.
La Señora no recibió la noticia de buen grado. Mi abuelo ya no le servía pero mi abuela se había hecho irreemplazable con su cocina y mi madre con sus cepilladas nocturnas también. No se dejaba tocar por ninguna de las negritas.

No dijo una palabra, pero quedó rumiando su descontento que no tardó en convertirse en furia. El tiempo que quedaba antes de la partida pasó rápido, entre despedidas y el trabajo de juntar las pertenencias de cada uno. Teresa, mi madre, no cabía en sí de la alegría. Era el fin de limpiar mierda, lustrar platería, cepillar cabellos.

Los negros de la ladera recibieron con tristeza la noticia. No sólo se quedaban sin comida, también sin amigos. Los días pasaron y ya tenían fecha de embarque. Se la dijeron a la Señora.

Cuando llego el día de la partida, ya con el barco en el puerto, la abuela con nudillos trémulos golpeó la puerta para despedirse de la Señora y para pedirle un favor.
–Entre…
–Con su permiso Señora, vengo a decirle adiós. Y le prometo escribirle no bien lleguemos a nuestra tierra. Y quisiera pedirle un último favor. Tenga a bien llamar a un coche para que nos lleve al puerto.
–¿Un coche? Ni lo sueñe.
–Lo pagaremos nosotros por supuesto, Señora.
–No se trata de dinero.
–¿Y de qué…? También pagaré la llamada. El único teléfono que hay es el suyo.
–Ustedes decidieron irse. Pues arréglense como puedan. Ni teléfono ni nada.

Mi abuela salió de la habitación con los ojos llorosos y la desesperación marcada en la cara. Las chiquillas encargadas de los cristales y la platería la sostuvieron cuando se tambaleó. Y preguntaron y supieron y salieron corriendo para avisar a los demás lo que ocurría. Después de un rato una de las mujeres vino a tranquilizar a la abuela.
–No se preocupe, ahora nos toca a nosotros hacer algo por ustedes. Van a llegar a ese barco…
–Pero Agustín…
–A su esposo lo vamos a llevar nosotros –dijo y se fue.

María no quedó muy tranquila, pero esperó. La mujer le había dicho que vendrían a buscarlos en unas dos horas. «¿Llevarlo cómo?», se decía María angustiada.

Un pequeño grupo silencioso, a hurtadillas, se presentó ante María dos horas después. Traían un camastro construido con cañas, almohadones y sogas, hecho de apuro, pero lo suficientemente fuerte como para llevar a Agustín hasta el puerto.
María no podía creer lo que veía. Entre seis lo cargaron con cuidado y los otros se ocuparon de llevar el equipaje.

Emprendieron la marcha, descendiendo la montaña a todo correr. Mi abuela y mi madre apenas podían seguirles el paso. Al llegar al asentamiento, se les unieron más hombres y mujeres que estaban esperando formando un séquito. Dice mi abuela que cuando los vieron llegar al barco, creyeron que llegaba por lo menos un príncipe. Lo llevaron al camarote y lo depositaron en la cucheta. En la tercera clase del barco no hay mucha comodidad, pero él enseguida se durmió.

Mi abuela se abrazaba con todos los que habían subido y les decía que conservaría para siempre el recuerdo de ellos, que tenía algunas fotos, que iba a extrañarlos, que no los olvidaría jamás, mientras saludaba con gestos de afecto a los que no se movían del muelle a la espera de que el barco zarpara. Las sirenas anunciaban la partida, se levaba el ancla, los rezagados corrían por cubierta para bajarse de la nave que se empezaba mover.

La abuela aferrada a la baranda de la popa seguía diciendo adiós con la mano, hasta que el aire comenzó a poblarse progresivamente con las voces de los negros que iban sumándose, inundándole el corazón con esa canción de despedida en una lengua para ella incomprensible.
–Ve a ver cómo está tu padre –le ordenó a su hija. Ella no quiso moverse.

Las voces seguían entonando ese ritual de amor y agradecimiento, mientras miraban el barco alejarse, rumbo al mar tan enorme. Recién cuando el barco estaba muy lejos y las voces no se oían, la abuela vio movimiento en el muelle. Ellos comenzaban a irse también.

Ese movimiento que divisaba a lo lejos, sería el último recuerdo que guardaría de esa gente en sus pupilas y en su corazón. María dejó la cubierta para ver a mi abuelo que dormía tranquilo.

Otra vez afrontando una larga travesía, esta vez con el agravante de la salud de Agustín que parecía perder fuerza y lucidez a medida que pasaban los días. Por fin la llegada, el reencuentro emocionado con la familia y la vida de él que ya pendía de un hilo.

–¿María, ya estamos en Valencia? –preguntó al día siguiente de la llegada, abriendo los ojos y con enorme lucidez.
–Sí Agustín, ya estamos. Desde ayer.
Y como si volver a su tierra fuera lo único que necesitaba para irse en paz, cerró los ojos esta vez para siempre.

La abuela sobrevivió muchos años. Mi madre se casó con mi padre y yo vine al mundo a los brazos de esa abuela que me soltó solo a la hora de irse ella también. Tuve tiempo de disfrutarla, de aprender sus recetas, de ver el relicario que siempre llevaba al cuello con el retrato del abuelo. De ver las fotos descoloridas que trajo de Venezuela en las que posaba junto a los negros. Y de escuchar de su boca esta historia que he tratado de contar.

Cuando la abuela murió, mi madre nos preguntó a mi hermana y a mí que recuerdo queríamos conservar de ella.

Yo conservo su relicario y esta historia.

Este relato me lo contó mi amiga Isabel Olmos, de Valencia. Un tramo de la vida de sus abuelos. Es una historia de dolor, de injusticia, pero sobre todo, de solidaridad. Espero haber podido reflejar en estas líneas la emoción enorme que tuve yo cuando la escuché.