martes, 3 de diciembre de 2013

El viaje

Las cejas en arco, como si esperaran una revelación. El cuerpo tenso del hombre que iba en el tren de la tarde hasta la estación Tigre. De pronto se aflojaba, como replegándose, y sus manos hacían un gesto como diciendo «se acabó». 

Nadie lo miraba. Yo lo hacía con disimulo. Él continuó todo el viaje inmerso en un diálogo secreto, que hacía que los surcos de su frente se parecieran a las olas que se derraman en la orilla, con ese temblor de haber llegado a alguna parte. Yo lo espiaba. No quería interrumpir su coloquio. Me sentía como entrando en zona ajena y sin permiso, mientras pensaba que cara estaría poniendo yo, con la curiosidad de querer saber. 

Miré alrededor asustada, sintiendo que también a mí alguien podía estar observándome. De pronto, me sentí el punto, el motivo, el centro. Fue cuando él me clavó su mirada dura y en mudo reproche me preguntó sin decir nada, «¿A vos qué te importa?».

Los Rojos

—¡Los rojos den un paso al frente o los fusilamos a todos!

La noche se iluminó de pronto con las luces que portaba la Guardia Civil.
Los susurros que apenas se escuchaban unos segundos antes, se convirtieron en voces, gritos, órdenes, y todos supieron que era mejor obedecer. Mientras alguno conseguía escapar, cuatro de ellos se separaron del grupo y cumplieron con lo que los esbirros de Franco reclamaban. En este intento desesperado de salvar a los demás, estaba mi abuelo Agustín.

Por algún motivo que nunca supe, se conformaron solo con ellos cuatro. Y luego de golpearlos duro los llevaron a la cárcel. Hacinamiento, hambre, frío e incertidumbre fueron rutina en el cautiverio. Afuera, los bandos enfrentados seguían en una lucha desigual como todas las peleas que sostiene el pueblo invadido y diezmado, cuando se enfrenta a ejércitos organizados y bien provistos.

Mi abuela María había conseguido un permiso para llevarle comida a su marido. Al entrar a la prisión era humillada por los guardias que con el pretexto de «revisarla para que no pasara nada indebido» la manoseaban entre risas y sin miramientos. Ella tragaba sus lágrimas y su vergüenza. Sólo pensaba en entregarle el alimento y poder verlo, aunque fuera unos minutos.

Las noches solitarias de la abuela eran una pesadilla mezcla de sueño y de vigilia, de miedo y de angustia. Había oído de gente desaparecida. Sabía de presos que eran llevados en medio de la noche y fusilados y enterrados quién sabe dónde. Temía por su Agustín. «
¿Por qué diste el paso al frente?», pensaba. «Si no lo hubieras dado los mataban a todos. Pero otros no lo dieron… ¡Ah! ¿Por qué serás tan rojo Agustín?», le reprochaba con el pensamiento, no muy convencida.

Con la sensación de la muerte pisándole los talones, pasaron los días en los que nunca dejó de visitarlo ni de pensar cuál sería su destino. Un día de tantos, mi abuelo Agustín apareció en casa corriendo hacia los brazos de mi abuela. Se habían traspapelado unos documentos, alguna burocracia ayudó tal vez. Nunca supimos por qué lo liberaron.

Celebraron ellos dos con mi madre, sin que nadie supiera y sin hacer ruido. Mi abuelo tenía que dejar España. Habiendo sido marcado como Rojo su suerte estaba echada. Lo que siguió era lo más difícil: conseguir dinero para el pasaje y el pasaporte. Con la ayuda de algún contacto, de la familia y de algún desconocido también, mi abuelo Agustín se marchó en un barco rumbo a Venezuela, con la promesa de llevar a mi abuela y a mi madre en cuanto consiguiera trabajo en esa tierra lejana y desconocida que no lo esperaba y a la que él acudía con la esperanza de iniciar una vida lejos del horror. Una carta que guardaba como un tesoro, era el vínculo con gente que quizás pudiera ayudarlo a encontrar empleo.

La travesía fue más larga de lo que esperaba. En esas noches, mirando el mar infinito, debe haberse dado cuenta de cuán lejos quedaba su tierra donde había dejado a su mujer y a la hija de ambos. Agustín no pudo saber en que momento el mar Mediterráneo se convirtió en Caribe. Y miró entre lágrimas ese cielo que lo cobijaba, tal vez parecido al de su Valencia. Pensó en María. Si ella miraba el cielo, sería el mismo, aunque fuera otro. Cuando el barco ancló en tierra venezolana, tuvo el primer contacto con el destierro.

Tenía que seguir. Luego de los trámites de rigor, se encaminó hacia el pequeño hotel cuya dirección estaba escrita en el papel arrugado que aferraba en su mano. No quedaba lejos del puerto, de manera que recorrió el camino andando, conociendo, asombrándose con tanta vegetación y colores diferentes. Con paso cansado y hambriento llegó a destino. Tenía algo de dinero como para aguantar hasta conseguir conchabo. Tomó una habitación con un camastro, un ropero destartalado y una ventana que daba a ninguna parte pero que permitía que entrara un poco de aire. Le indicaron los horarios de la comida. Tenía tiempo de darse un baño antes de bajar a cenar. No fue tan fácil. Cinco o seis hombres hacían fila para tomar una ducha en el único baño del lugar. Desechó la idea ante el temor de quedarse sin comer.
–Los horarios son para cumplirlos –le había advertido el dueño.

Bajó al comedor. La escalera crujió a su paso y amenazó con venirse abajo.
Sobre la mesa, un papel de estraza salpicado con manchas de aceite anunciaba que ya había sido usado. Le llevaron un plato de frijoles con arroz. Lo devoró. No era como la comida de María, pero supo calmar su hambre. Cuando por fin se durmió, soñó que su mujer lo llamaba gritando –¡Está lista la paella, Agustín!
La cocina de María. La mejor de Valencia, soñó.

Los ruidos del lugar extraño lo despertaron temprano. Lo suficiente como para no encontrar a nadie y sin tener que esperar, darse una ducha. Se sintió revivir como una planta sedienta y se dispuso a comenzar la búsqueda de un posible trabajo. Pero antes tenía que desayunar. La curiosidad del dueño del hotelucho mientras le servía el café fue providencial. Le dijo que la Señora de la finca en la montaña buscaba un chofer.
–¿Sabe manejar?
–Pues claro –dijo Agustín–. Si habré llevado cargamento de naranjas allá en mi tierra.
La Señora va a estar agradecida –pensó el dueño mientras escribía la dirección en un papel. «El hombre parece decente», pensó.

Llegar no era fácil. Tendría que contratar una movilidad. Consiguió una camioneta vieja que seguramente estaba acostumbrada a caminos difíciles. Este lo era. Entre barquinazos mientras trepaba pudo ver la explosión de verdes cada vez mas profusa al costado del sendero. Flores y grandes plantas lo distrajeron y no se fijó en los peligros de esa ruta precaria que de un costado tenía la ladera de la montaña y del otro el precipicio, un abismo que se hacía mas profundo a medida que subían.

Al pasar por un recodo, encontraron una planicie poblada de un montón de chozas, con techo de paja que apenas servían para guarecerse.
–¿Quiénes viven ahí? –preguntó.
Antes de escuchar la respuesta, un puñado de niños rodeó la camioneta. Le llamo la atención que todos fueran negros. Todos. Cuando llegó a Venezuela había visto a muchos, pero también mulatos y blancos. Acá, a juzgar por los niños, parecía no haber más que negros. Se lo dijo al conductor.
–Son los hijos de los trabajadores de la finca –le explicó.
Sus padres recogían algodón, se ocupaban de las siembras, del azúcar, del tabaco y del ganado. También de la cría de caballos, famosa y con mercado en el exterior. «Es un feudo», pensó Agustín y no se equivocó.

Esos negros que vivían en el asentamiento eran los descendientes de aquellos arrancados de África, vendidos en estas tierras lejanas para vivir un destino del cual no habían podido escapar. Se le estrujó el corazón al ver el resultado de la colonización española en esas caras de niños con el sello inconfundible del sometimiento y del hambre. Acompañaban el paso lento del vehículo con las manos extendidas. Agustín lamentó su propia pobreza que no podía dar nada. Lentamente fueron quedando atrás mientras la camioneta seguía subiendo.

De pronto, como brotando de la espesura, la gran casona apareció ante sus ojos. «Es un palacio», pensó Agustín y no estaba errado. El viejo castillo, dueño y señor de todo lo que lo rodeaba, se presentaba erigido con la magnificencia y el esplendor propios de varias generaciones de dueños de las tierras y de los seres que las habitaban. Entraron al área de servicio de la casa y allí los recibió una mujer que se presentó como ama de llaves y encargada de la selección del personal. Se dedicó a preguntar todo lo que quiso al aspirante al puesto de chofer. Ella pasaría el informe a la patrona, que por supuesto, era quién tenía la última palabra. Cuando tuviera una respuesta se comunicarían con él.

El camino de regreso le pareció mas corto. Al pasar por el caserío vio que alguno de los peones, con herramientas en mano, volvían de sus tareas. Todos eran negros. Y ya no tuvo ninguna duda. Por mas que la esclavitud había sido abolida desde hacía mucho tiempo, esa era otra manera de sometimiento y abuso. Esa gente no tenía más refugio que esas chozas, ni más trabajo que el que les hacían hacer en el feudo, a cambio de dejarlos vivir en el predio. «Bueno Agustín… parece que no tienes mas remedio que seguir siendo rojo», pensó.

Ese trayecto compartido le sirvió para hacerse del primer amigo. El que lo había llevado se llamaba Juan y vivía de hacer mudanzas y viajes con la camioneta. Residía en el pueblo junto a su mujer y sus dos hijos. En los ratos libres, Juan tomaba tragos y jugaba cartas en la cantina y fue a través de él que Agustín conoció nuevos amigos con quienes compartir la lentitud del tiempo y de la espera.

Las noches largas y calurosas tenían un nombre, María y un recuerdo entrañable, Teresa, la hija de ambos. Y un solo propósito que lo rondaba sin dar tregua: sacarlas de España. Traerlas con él, volver a reunir a su familia. Los tres, para siempre. Aunque fuera lejos, aunque fuera ahí, en ese sitio desconocido que quizás pudiera albergarlos a ellos juntos.

«No sueñes Agustín. Para eso hace falta dinero, papeles, trabajo», pensó. Y un día, el trabajo llegó, en forma de una misiva diciendo que si estaba de acuerdo con las condiciones que le adjuntaban, podía mudarse cuanto antes a la casa para convertirse en el chofer de la Señora. Todavía incrédulo de su buena suerte, juntó sus pertenencias y se comunicó con Juan para que lo llevara. Canceló el hotel y le agradeció al patrón el dato que le había posibilitado encontrar trabajo.

Cuando llegó, el ama de llaves volvió a recibirlo y le asignó un cuartito en el área de servicio. «Vaya, que es mejor que el cuartucho del hotel», pensó sorprendido. Le dijo que se arreglara, que la Señora iba a recibirlo. Se lavó la cara y los sobacos y se cambió la camisa. Una blanca como la nieve descansaba en el fondo de la maleta. No sabía como se había salvado del uso y de la suciedad, pero se alegró de tener algo decente para echarse encima. Se sentó a esperar. Salir del cuarto le pareció impropio. Además, ¿a dónde iría en semejante tamaño de casa desconocida? Sería como meterse en un laberinto.

El ama de llaves le dijo su nombre y que como era soltera debía llamarla Señorita Elena. Lo condujo hasta una sala a la que llegaron atravesando una enorme biblioteca, varios pasillos y algunos saloncitos de estar. La Señora esperaba sentada a una mesa de té, con todas las vituallas imaginables para su deleite. Agustín se paró frente a ella y la saludó respetuoso. No sabía si era lo correcto o debía esperar a que ella le hablara. Tampoco sabía que hacer con sus manos ni con el sudor que empezaba a descender desde su cabeza. La Señora se limitó a echarle una ojeada, le dijo que la Señorita Elena iba a proveerle de la vestimenta adecuada y que al día siguiente debía llevarla a una cita con el médico en el pueblo. Que comenzara sus funciones poniendo el auto en condiciones en lo que quedaba del día.
–Puede retirarse –dijo, dando por finalizada la entrevista.
Agustín dejó el cuarto con un temblor en las piernas pero contento de haber pasado la primera prueba. Del otro lado de la puerta, eficiente, aguardaba la Señorita Elena que lo guió hasta el garaje y le indicó por donde llegar a su cuarto sin perderse. También le dijo que se presentara en la cocina para cenar.

Pensó que luego tendría tiempo de acostumbrarse y conocer la casa. La casa… si parecía un castillo por fuera, no era menos por dentro. Enormes arañas pendiendo de techos altísimos, alfombras que delataban su fino origen. Por donde mirara grandes cuadros con escenas de caza y muchos óleos, retratos de antepasados seguramente. Cristales y platería por todos lados, que permanentemente lustraban y limpiaban tres o cuatro mucamas que debían vivir en la casa. Los únicos blancos del personal, parecían ser él y la Señorita Elena. En su camino hacia la cochera pudo ver mozos de cuadra, también negros, llevando caballos por las bridas y a la niña, la hija de la Señora, de unos veinte años que entraba cabalgando, seguramente volviendo de un paseo. Parecía una reina. No lo miró. Dejó el animal a los mozos que corrieron presurosos para ayudarla y entró a la casa.

Ya en el garaje, puso toda su atención en el coche. Controló que todo estuviera en orden. Aceite, agua, líquido de frenos. Luego con su mayor ahínco se dedicó a la limpieza por dentro y afuera, hasta dejar todo reluciente. Todo menos su camisa blanca que había quedado hecha un asco. Debía encontrar donde lavar su ropa. El tiempo de la travesía y sus días en el hotel habían acabado con la pulcritud de sus pocas pertenencias.

Entro al área de servicio y encontró un gran lavadero, con grandes piletones y jabón para lavar. Por la ventana pudo ver varias sogas con ropa tendida. Fue hasta su cuarto, regresó con la ropa sucia y comenzó la tarea. La Señorita Elena le trajo el uniforme.
–Espero que le quede –le dijo.
Él deseó lo mismo pensando en el día siguiente en que debía llevar a su ama por primera vez. Ese día se presentó radiante como el sol y con las indicaciones de la Señora que no le sacaba la vista de encima, pudo cumplir con su obligación de llevarla a su cita con el médico, hacer compras, aguardarla. En cada rato de espera pensaba «No parece mala, sí algo desconfiada. Creo que está conforme y que no le he caído mal».
–¿La Señora está conforme con mi servicio? –se aventuró a preguntar en el viaje de regreso.
–No soy de hacer alabanzas, pero si no estuviera conforme lo sabría usted de inmediato –le contestó ella.
«Vaya el carácter que tiene», pensó Agustín tragando saliva y no volvió a abrir la boca.

Los días transcurrieron con las mismas obligaciones: llevar a la Señora, a la hija, hacer recados y mantener el auto reluciente que daba gusto. En los ratos de espera, Agustín aprovechaba para ir hasta el correo a enviarle a María sus noticias. Cada tanto recibía carta de ella y de su niña.
–Que te extrañamos, que estamos bien, que cuándo volveremos a reunirnos.
«Vaya uno a saber», pensaba Agustín sin resignación. Eso jamás. Él no perdía la esperanza. Ya se ingeniaría para llevarlas.

Un día se animó a hablar con la Señora sobre su María, de lo bien que cocinaba, de que en Valencia no había otra como ella, de sus paellas que eran famosas. La Señora no dijo nada, pero quedó pensando en que no le vendría mal tener una cocinera europea que además de darle categoría, variaría el menú con su cocina diferente. Los banquetes con que celebraba la compra de alguno de sus caballos no estarían nada mal con el toque chic de la cocinera europea. Con unas negritas para ayudarla, seguro que de sus fiestas se hablaría en toda la comarca.

María mientras tanto trabajaba en lo que fuera, lavando, almidonando, cocinando y cosiendo para mantenerse con su hija. El giro que enviaba puntualmente Agustín para proveerlas era guardado sin tocar ni un duro. Lo ahorraba con la idea de poder tomar un día el barco con Teresa y reunirse con su marido. Volverían a ser familia los tres.

Comenzó por sacar pasaportes y con esa ilusión que la sostenía, esperaba.
Hasta que un día en una carta, Agustín le decía que se prepararan, que la Señora ayudaría algo con los pasajes y que ella tendría trabajo al llegar. El sueño empezaba a convertirse en realidad. Ya no veía la hora de abrazarlo. Como una chiquilla que acude a su primera cita, María arregló, transformó, reformó viejos vestidos para su encuentro con Agustín. «Pero si este parece recién salido de la tienda», se decía mirando su obra.

El día que ella y Teresa abordaron el vapor, sintió que la Virgen de los Desamparados había hecho el milagro, que había oído sus ruegos y que estaba a su lado. Y esa noche salió a cubierta y en un rincón a cielo abierto le dio las gracias orando a Geperudeta. El largo viaje comenzó para ellas. Pero qué diferente era con la fuerza de la fe y de la esperanza.

Los brazos de Agustín las abarcaron para siempre no más bajaron a tierra. La Señora le permitió llevar el coche para buscarlas. María solo tenía ojos para su marido y le parecía un sueño estar a su lado. «Tuvimos suerte», pensó. En todo. Desde su liberación casual hasta haber conseguido los papeles para salir. Por esos días, España estaba mucho menos dura con los que querían emigrar. Ella y su hija, felices, se enfrentaban a ese mundo nuevo y recuperaban su familia. María sabía que ella tenía fuerzas para trabajar por los tres. La Señora dispuso que la habitación que ocupaba Agustín quedara para Teresa concediendo una habitación con cama matrimonial para él y su esposa.

María fue puesta a prueba al día siguiente de llegar. Agustín bajó al pueblo a comprar los elementos. La Señora ordenó que preparara una paella. Siempre mandaba que se hiciera comida de más.
–¿Y qué hago con lo que queda? –preguntó María.
–Pues se lo da usted a los perros, que también deben comer.
–¿Te das cuenta, Agustín? ¿Mi comida a los perros? De ningún modo.
Y allá enviaba a su marido con lo que quedaba para las familias del asentamiento.

El trabajo de María se hacía cada vez más duro. Las fiestas eran más frecuentes con banquetes que ella preparaba. Esa primera paella con que demostró su habilidad hizo que la Señora permitiera que se adueñara de la cocina.
–¿Qué le apetece, Señora? –le consultaba.
–Lo que usted haga María estará bien –le contestaba ella.
Había ganado su confianza al punto de que no solo disponía el menú diario, también dejó a su cargo la elección de los platillos que hacía servir en sus reuniones.

Y como siempre, la comida sobraba y María tenía muchas bocas que alimentar que empezaron a depender de ella.
–Agustín, hay que conseguir sobras para los perros, que no dan más de flacos. Ve y consigue pienso para alimentarlos. No vaya que quieran salir de caza y esos animales están tan hambreados que no se van a tener en pie.

Teresa, la hija de trece años de María y Agustín, era la encargada de limpiar el canil donde estaban los perros. «Ojalá no comieran nada, así no cagarían tanto», pensaba.

Otra de las tareas de Teresa era ayudar a lustrar la platería, repasar la cristalería y a la noche, cepillar los cabellos de la Señora y su hija. Cincuenta pasadas de cepillo a cada una. Tareas pesadas para mi madre, con sus pocos años. No quiere ni hablar de esa época. Mi abuela dice que la pobrecilla se iba a dormir con los brazos entumecidos.

Mi abuelo era el encargado de llevar la comida que María lograba rescatar. A veces, servía mínimas porciones a algunas invitadas.
–¿Pero no es poco? –le preguntaban las mucamas.
–Tú le llevas eso. Como la tía es muy remilgada, verás que no pide más.

Y así se las arreglaba para aumentar las raciones de sus protegidos. Lo mismo hacía con los huevos. Juntaba y mandaba. Un día a la Señora se le antojó un postre a base de huevos. María tuvo que decirle que no había.
–Porque las gallinas están viejas o cansadas y es que no ponen como debieran, verá usted.
–Pues habrá que comprar más gallinas. Encárguese María y que no vuelvan a faltar los huevos.
María repobló el gallinero y tuvo más cantidad de huevos para enviar.

Agustín se las ingeniaba para trasladar a los enfermos y a las parturientas con el auto. Y con la comida y los huevos lograron organizar una cadena de manos que a determinada hora, hiciera llegar todo desde la casa hasta la ladera sin ser vistos.

El tiempo transcurrió. Mi madre cumplió dieciocho años en el feudo. Mis abuelos habían alimentado y ayudado en todo lo que pudieron a esos semi esclavos del asentamiento.
–Viendo como viven, pues yo también soy roja –decía mi abuela.

La prosperidad de los campos, la cría de caballos, la cosecha de algodón, todo hizo de la finca de la Señora uno de los feudos mas ricos de América del Sur. Mis abuelos empezaron a girar sus ahorros con la idea de comprar una vivienda en Valencia. Los recibía un hermano de mi abuelo que fue el encargado de comprarles una casa que ampliarían algún día.

No sé si fue la nostalgia del destierro, el clima o alguna vieja dolencia. La cosa que el corazón del abuelo comenzó a dar señales de alarma. Al principio no hizo caso pero cuando fue al médico supo que su corazón se había gastado antes de tiempo y no daba para más. Llegó un momento en que se agitaba con el solo intento de caminar.

–María, creo que me voy a morir. No quiero morir acá, lejos de mi tierra. Quiero regresar a Valencia –le dijo a mi abuela.
–Que no te vas a morir Agustín, pero si tú quieres, nos volvemos.
Y mi abuela puso manos a la obra para organizar el retorno. Lo primero, escribir a la familia para pedir pasajes o dinero. Eso llevaría su tiempo. Lo segundo dar aviso a la Señora.

–Tengo algo que decirle Señora…
–Diga María…
–Pues verá, que mi Agustín se ha puesto malo. En verdad muy enfermo. El dice que se va a morir y quiere volver a España. De modo que con el permiso de usted, le aviso que nos iremos en cuanto nos lleguen los pasajes.
La Señora no recibió la noticia de buen grado. Mi abuelo ya no le servía pero mi abuela se había hecho irreemplazable con su cocina y mi madre con sus cepilladas nocturnas también. No se dejaba tocar por ninguna de las negritas.

No dijo una palabra, pero quedó rumiando su descontento que no tardó en convertirse en furia. El tiempo que quedaba antes de la partida pasó rápido, entre despedidas y el trabajo de juntar las pertenencias de cada uno. Teresa, mi madre, no cabía en sí de la alegría. Era el fin de limpiar mierda, lustrar platería, cepillar cabellos.

Los negros de la ladera recibieron con tristeza la noticia. No sólo se quedaban sin comida, también sin amigos. Los días pasaron y ya tenían fecha de embarque. Se la dijeron a la Señora.

Cuando llego el día de la partida, ya con el barco en el puerto, la abuela con nudillos trémulos golpeó la puerta para despedirse de la Señora y para pedirle un favor.
–Entre…
–Con su permiso Señora, vengo a decirle adiós. Y le prometo escribirle no bien lleguemos a nuestra tierra. Y quisiera pedirle un último favor. Tenga a bien llamar a un coche para que nos lleve al puerto.
–¿Un coche? Ni lo sueñe.
–Lo pagaremos nosotros por supuesto, Señora.
–No se trata de dinero.
–¿Y de qué…? También pagaré la llamada. El único teléfono que hay es el suyo.
–Ustedes decidieron irse. Pues arréglense como puedan. Ni teléfono ni nada.

Mi abuela salió de la habitación con los ojos llorosos y la desesperación marcada en la cara. Las chiquillas encargadas de los cristales y la platería la sostuvieron cuando se tambaleó. Y preguntaron y supieron y salieron corriendo para avisar a los demás lo que ocurría. Después de un rato una de las mujeres vino a tranquilizar a la abuela.
–No se preocupe, ahora nos toca a nosotros hacer algo por ustedes. Van a llegar a ese barco…
–Pero Agustín…
–A su esposo lo vamos a llevar nosotros –dijo y se fue.

María no quedó muy tranquila, pero esperó. La mujer le había dicho que vendrían a buscarlos en unas dos horas. «¿Llevarlo cómo?», se decía María angustiada.

Un pequeño grupo silencioso, a hurtadillas, se presentó ante María dos horas después. Traían un camastro construido con cañas, almohadones y sogas, hecho de apuro, pero lo suficientemente fuerte como para llevar a Agustín hasta el puerto.
María no podía creer lo que veía. Entre seis lo cargaron con cuidado y los otros se ocuparon de llevar el equipaje.

Emprendieron la marcha, descendiendo la montaña a todo correr. Mi abuela y mi madre apenas podían seguirles el paso. Al llegar al asentamiento, se les unieron más hombres y mujeres que estaban esperando formando un séquito. Dice mi abuela que cuando los vieron llegar al barco, creyeron que llegaba por lo menos un príncipe. Lo llevaron al camarote y lo depositaron en la cucheta. En la tercera clase del barco no hay mucha comodidad, pero él enseguida se durmió.

Mi abuela se abrazaba con todos los que habían subido y les decía que conservaría para siempre el recuerdo de ellos, que tenía algunas fotos, que iba a extrañarlos, que no los olvidaría jamás, mientras saludaba con gestos de afecto a los que no se movían del muelle a la espera de que el barco zarpara. Las sirenas anunciaban la partida, se levaba el ancla, los rezagados corrían por cubierta para bajarse de la nave que se empezaba mover.

La abuela aferrada a la baranda de la popa seguía diciendo adiós con la mano, hasta que el aire comenzó a poblarse progresivamente con las voces de los negros que iban sumándose, inundándole el corazón con esa canción de despedida en una lengua para ella incomprensible.
–Ve a ver cómo está tu padre –le ordenó a su hija. Ella no quiso moverse.

Las voces seguían entonando ese ritual de amor y agradecimiento, mientras miraban el barco alejarse, rumbo al mar tan enorme. Recién cuando el barco estaba muy lejos y las voces no se oían, la abuela vio movimiento en el muelle. Ellos comenzaban a irse también.

Ese movimiento que divisaba a lo lejos, sería el último recuerdo que guardaría de esa gente en sus pupilas y en su corazón. María dejó la cubierta para ver a mi abuelo que dormía tranquilo.

Otra vez afrontando una larga travesía, esta vez con el agravante de la salud de Agustín que parecía perder fuerza y lucidez a medida que pasaban los días. Por fin la llegada, el reencuentro emocionado con la familia y la vida de él que ya pendía de un hilo.

–¿María, ya estamos en Valencia? –preguntó al día siguiente de la llegada, abriendo los ojos y con enorme lucidez.
–Sí Agustín, ya estamos. Desde ayer.
Y como si volver a su tierra fuera lo único que necesitaba para irse en paz, cerró los ojos esta vez para siempre.

La abuela sobrevivió muchos años. Mi madre se casó con mi padre y yo vine al mundo a los brazos de esa abuela que me soltó solo a la hora de irse ella también. Tuve tiempo de disfrutarla, de aprender sus recetas, de ver el relicario que siempre llevaba al cuello con el retrato del abuelo. De ver las fotos descoloridas que trajo de Venezuela en las que posaba junto a los negros. Y de escuchar de su boca esta historia que he tratado de contar.

Cuando la abuela murió, mi madre nos preguntó a mi hermana y a mí que recuerdo queríamos conservar de ella.

Yo conservo su relicario y esta historia.

Este relato me lo contó mi amiga Isabel Olmos, de Valencia. Un tramo de la vida de sus abuelos. Es una historia de dolor, de injusticia, pero sobre todo, de solidaridad. Espero haber podido reflejar en estas líneas la emoción enorme que tuve yo cuando la escuché.


jueves, 25 de octubre de 2012

Viaje

Y son tantos...

En un desfile constante, los habitantes del subte, mendigos y vendedores, pasan con sus pedidos y ofertas. El ciego que canta mal y toca peor se lleva cinco pesos con los que alguien alivia su conciencia. Alguno vende cintas para el pelo, cartoncitos con el itinerario de las distintas líneas. «Esto puede ser útil», pienso. Con mas o menos suerte, esta corte terrible desfila ante mis ojos.

Un muchacho grandote y saludable empuja una silla de ruedas en la que lleva una cabeza con algo del torso. Quedo paralizada. Ni siquiera atino a abrir la cartera. Una señora aconseja a una madre soltera sobre los cuidados del bebé.

—¿Sos sola? ¿No tenes quien te ayude?
La chica respira aliviada cuando la mujer llega a destino. Todo en el trayecto hasta la estación Uruguay. 

Bajo. En la calle se me cruza una renga pidiendo. «Si le doy ¿la ayudo realmente?», me pregunto.

Cuando tengo la respuesta, la renga quedó atrás. Las miserias humanas son iguales en el túnel que a la luz del sol. Un hombre con voz ronca, habla sobre las bondades de un cable...
—¡Para todo tipo de tecnología, mp3 y computadora! —grita.
Al pasar cerca descubro que el cable tiene auriculares. Vendedores de monederos, collares, cinturones. Algunos me resultan conocidos. Una mujer repite como una letanía, —¡Para la Barbie... vestiditos y tapados! —el rebusque a la orden del día.

¡Son tantos! Arrastro mi propia miseria. Voy rumbo a Lavalle. En la esquina de Uruguay y Corrientes, desde una estatua, sentados en un banco, Olmedo y Portales me saludan con sus brazos mancos. 

domingo, 12 de febrero de 2012

Ventana Parpadeante

Como si viniera desde lejos, oyó un nombre que no era el suyo, llamándola. La bruma de su mente se abrió al recuerdo de un bautismo forzado.
—A partir de hoy te llamás Jesica y vos Lorena.
Abrió los ojos hinchados y llorosos tratando de distinguir el lugar, los objetos, desentrañando una penumbra que estaba partida en dos por un haz de luz que penetraba prepotente desde una ventanita, que puesta como por equivocación, parpadeaba en el muro, casi junto al techo. Cuando pudo acostumbrarse a la oscuridad, vió que al lado suyo había alguien durmiendo. Entonces recordó.

El viaje desde su pueblo, la mujer que las recomendó para el trabajo. Los hombres que al principio las trataron bien y que fueron cambiando a medida que la camioneta devoraba los kilómetros, hasta llegar a ese lugar, en el que la mujer que las recibió les dijo sin ningún miramiento:
—Acá van a tener casa y comida, pero eso sí, tienen que andar derechas y recordar que el cliente debe quedar satisfecho para querer volver. Allá al fondo tienen el baño. Mis chicas están bien limpitas -dijo mientras se reía- .
En un dialogo mudo, las niñas mirándose se dijeron: —Es una trampa, no es un trabajo en una casa de familia. ¿Qué vamos a hacer? María quiso hablar, preguntar:
—Está equivocada. La señora nos recomendó para un trabajo de mucamas...
Sintió que el ojo le iba a estallar por la cachetada que le cruzó la cara.
—No seas imbécil. Ya están acá y el traslado me costó mucho. Además está la ayuda que le dimos a sus familias. Tienen que trabajar para pagar todo eso -dijo la mujer mientras las empujaba por el camino al sótano, que a partir de ahora sería el lugar de su cautiverio-. Sólo podrán salir de acá para atender los clientes o ir al baño.

Poco a poco, comenzaron a clarificarse sus recuerdos. Pensó en su madre diciéndole que se cuidara, que esperaba que le tocara una patrona buena, que mandara toda la ayuda que pudiera reunir, que no se olvidara de sus hermanos...
El olor a humedad se hizo más intenso y comprendió que la inalcanzable ventanita parpadeante daba a una calle en la que la vida pasaba sin fijarse en ellas, quizá sin saber que estaban ahí. Y de alguna manera era cierto. El parpadeo lo producía la sombra de los caminantes. La calle era muy transitada a juzgar por los ruidos y los bocinazos. Voces y risas se mezclaban en una cotidianeidad que transcurría ajena a ellas. Pero no todos ignoraban su calvario. Los de la comisaria que "cuidaban" el lugar, dando su protección a cambio de una cuota y el uso gratuito de las instalaciones y de las niñas. Los clientes que sabían que allí había carne fresca, nueva y que se renovaba seguido. Los cómplices, piezas fundamentales de este negocio incalificable, conocido como "la trata de personas", que suele ser noticia en los diarios cuando una chica "desaparece" o un cuerpo es hallado en esos episodios sin esclarecer, a los que nos hemos ido acostumbrando...

Esto es en memoria de las que han muerto, de las que están resistiendo, de las que serán esclavizadas, mientras nosotros, los que pasamos por la ventanita parpadeante no hagamos nada... y miremos hacia otra parte.

jueves, 19 de mayo de 2011

Palabra de café

Soy solamente un lugar, un espacio, a veces la contención, la saciedad del hambre o de la sed. Soy un testigo silencioso. Un sitio recordado. Escucho todas las historias. En mi se guarecen sentimientos y halla consuelo el que ha quedado solo o está dolido por esa pena que no cesa. Alguien descansa para tomar aliento y seguir. Refugié algunos que la policía corría , muchas veces. Ese que está ahí les abrió la puerta. Tiene memoria de la revolución española. Algunos, como aves migratorias, hacen posta y continúan su vuelo. Esos, por lo general, hablan otros idiomas. Yo prefiero los que vuelven, en un rito que agradezco porque me gusta ver caras conocidas. Sabés, tengo fantasmas, pero no dejo que nadie los vea. Me acompañan cuando todos se han ido. Tengo un archivo de servilletas arrugadas que recogí del piso, con esbozos de poemas, frases, nombres y estas, ¿ves?, estas que atesoro especialmente, estas tienen lágrimas secas.

Todo lo que hubo para decir, se ha dicho acá y por eso se oye ese murmullo, de secretos, permanente. ¿Será de tanto escuchar que me he convertido en adivino? Puedo saber que te pasa, solo con ver tu sombra, o la curva de tu espalda o el agobio de tus hombros. Eso es porque oí hasta lo que no se dijo. ¿Ves aquél? escribe versos que jamás serán leídos. Ese otro, que mira la lluvia a través de la ventana, está recordando un día parecido a este, pero esa vez no estaba solo.

Los fantasmas que más quiero, son los de los pibes que en estas mesas hablaban de cambiar el mundo. Alguna señora con pañuelo blanco, les prepara el café de la mañana y los arropa a la noche. Varios estaban en aquellas corridas que te conté, los que escondió "el gallego", ¿te acordás? Esa vez no los agarraron. Después sí, volvieron para quedarse. Todos, a la larga, vuelven. Porque acá esperaron a quien no vino, refugiaron horas de amor de la intemperie y encontraron alguien que le puso la oreja a sus penurias.

¿Y vos que hacés? No te conozco... pero me gustaría... ¿no te tomás un cafecito conmigo? Sentate, podés elegir. Hoy es un día tranquilo, sentate adonde quieras... mirá cuántas mesas vacías...

miércoles, 4 de mayo de 2011

El dilema de Betina

Cuando vió que el hombre de mirada huidiza y manos temblorosas no encontraba posición en el sillón en que ella lo invitó a sentarse, pensó:
—Debe ser la primera vez —de modo que las primeras palabras, fueron para tratar de romper el hielo y hacerlo entrar en confianza.
Evitó cuidadosamente preguntarle por qué había venido. Eso podría ponerlo mas incómodo y mas en guardia de lo que ya estaba.
Notó que cada tanto miraba hacia atrás y que tenía una actitud de animal en estado de alerta.
—No conozco las reglas —dijo él—. ¿Cómo hay que hacer? ¿Usted me va a preguntar?
—No hay reglas, respondió ella. Quiero que esté tranquilo y que sepa que lo que hablemos acá, quedará entre nosotros.
—Como cuando uno se confiesa.
—Bueno, más o menos así. ¿Usted se confiesa?
—Soy un hombre de Dios, siempre cumplo con mis obligaciones —contestó desafiante. Ella anotó en un cuaderno que tenía en las manos.
El al notarlo preguntó: —¿Por qué escribe? No estará grabando —dijo molesto.
Ella le explicó que había datos, rasgos de su personalidad que debía recordar para poder ayudarlo, para poder armar ese rompecabezas que era su mente, pero que si eso lo incomodaba dejaría de hacerlo.
—Está bien, discúlpeme... no sé como... es la primera vez... yo no quería... pero mi mujer insistió.
—Su mujer le dijo que viniera.
Él asintió.
—Ella es quien más me conoce y entiende, la gente no sabe por lo que tiene que pasar uno, a veces. Ella sabe. No por que le contara. Yo no podía hablar, eran mis reglas y las cumplía. Siempre cumplí. Sólo con el cura. Y con mis compañeros. Aunque con ellos jugábamos a las cartas y contábamos chistes. ¿Para qué más? Había que pasar el tiempo de alguna manera mientras esperábamos.
De golpe, se abría la puerta, y allí empezaba nuestro trabajo. Anotar los datos, los nombres propios y los de sus amigos y las direcciones. Cuando se negaban venia la parte mas jodida. La orden era que hablaran, que dijeran todo, direcciones, eso era importante, así podríamos agarrar más. Yo siempre cumplí órdenes. Y que los hijos de puta vomitaran todo lo que sabían era lo que teníamos entre ceja y ceja. No me pida detalles. No quiero hablar de eso. Nunca quise. Los métodos, las maneras, yo no inventé nada, sólo ejecutaba. Tenía que conseguir información. A veces, alguno no resistía y cantaba. A veces, alguno no resistía y se callaba para siempre. Pero era por fallas de ellos, el corazón, que se yo. Nosotros tratábamos de no pasar el límite de lo que una persona puede aguantar. Y no por que nos diera lástima, no se confunda, esos hijos de puta se merecían eso y mucho más. Pero que alguno se nos quedara seco significaba un trastorno, y complicaba a los que se tenían que hacer cargo. Era preferible que duraran. A la larga se conseguían mejores resultados.
Pero eso quedó atrás. Lo que me pasa ahora es que sudo a la noche. Tengo pesadillas, sabe. Por eso vine, dice mi mujer que un psicólogo me puede ayudar. Yo no estoy seguro. Debe ser alguna cosa en los oídos, por que a veces oigo pasos, voces y no hay nadie. Seguramente, algo en los oídos. Los sueños no... bueno usted sabe como es eso. Dicen que la cabeza nunca descansa. Lo que más me asusta son las cosas que oigo e imagino cuando estoy despierto, es como si...
La voz del hombre fue haciéndose cada vez mas lejana e inaudible.
—Y veo manos, siento como si me agarraran.
Ella ahora solo se escuchaba a sí misma, a su propia voz que desde adentro decía: "Hijo de puta, torturador, ojalá las manos te agarren y te hagan mierda". Sentimientos de odio crecían al punto de hacerla pensar: "Yo te tengo en mis manos ahora. Podría hacerte pagar. Sería justo que pagaras, tengo tu mente... puedo hacer que pagues... puedo"
—Su caso excede mis posibilidades. Pero no se preocupe, voy a encontrar la persona que esté capacitada para atenderlo.
Ensayo su mejor sonrisa para contrarrestar su asco, y la cara de interrogante sorpresa del hombre. Sostuvo a duras penas la mirada intensa de él. No supo ni sabría jamás, si había entendido. Problemas de conciencia. No. Solo el sonido de sus pasos al alejarse, y esa especie de rumor, como de voces que se iban con él.
Abrió la ventana, respiró hondo y cuando la iba a cerrar, se dio cuenta y no lo hizo. No solo ella necesitaba aire. El lugar había quedado enrarecido.

martes, 12 de abril de 2011

El amor tiene cara de mujer

Teníamos planeado el viaje con la Negra. La idea surgió de la pena por que su hija viróloga, luego de casarse acá, había ganado una beca y se iba a radicar, junto con su marido en Estados Unidos, mas específicamente en San Francisco, lugar donde mi madre vivía desde hacía algunos años.

—Bueno Negra —le dije tratando de levantarle el ánimo— juntemos unos mangos. A lo sumo en un año tenemos la guita para viajar, vos ves a la nena y yo a mi vieja.
Esa meta le gustó, y creo que amortiguó el dolor. Su "nido vacío" empezó a llenarse con la esperanza de un viaje, a todas luces maravilloso.
—Imaginate Negra, vos y yo en San Francisco... la rompemos.

Y con esa ilusión a cuestas, la vida que no se fija en gastos, nos hizo tocar fondo de golpe. Sobre todo a ella, porque se murió. Así, de repente, de un ataque, la Negra se murió. Su hija viajó a Buenos Aires. Nunca me voy a olvidar del círculo de dolor que formaban ella y sus hermanos en el cementerio, abrazados y llorando.
La vida, que tiene esa manía de seguir, continuó sin pausa.

Mi vieja era una presencia constante en el teléfono. Era adicta y llamaba a sus amigos desde allá como si nada. Un día me encontré con Virgilio Expósito en un concierto de alguien.
—Me llamó tu vieja —me dijo—. En casa le dijeron que yo estaba en Colombia. Pidió mi número y me rastreó allá.
Yo me reí. Propio de ella. También llamaba siempre a casa de Adolfo Abalos, en Mar del Plata. Adolfo y Nancy eran como hermanos para ella.
—Parecés la guía —le decía yo—. Te sabés todos los números de memoria.
Cuando hacía algo que quería compartir, llamaba a quien fuera sin problemas.
—Gastás fortunas —le reprochaba— pero en el fondo sabía que era su manera de acortar distancias.

La idea del viaje, se había ido bajo tierra, junto con la Negra, hasta que un día, mamá me llama y dice:
—Te mando el pasaje. Ya arreglé donde vivo para que te pongan una cama. No sale mucho. ¿Cuándo querés viajar?
Amigos de allá me ayudaron con el tema de la visa, renové el pasaporte, y en un mes estaba abrazando a mamá en el aeropuerto, llorando de alegría.
—¡Mirá, el Golden Gate! Lo viste en tantas películas. ¿No te emociona pasar por acá?
Todo era vertiginoso. Hacía años que no la veía y tenía una mezcla de sentimientos en los que la Negra ocupaba con fuerza su espacio, por eso de haberse muerto, y no estar conmigo en ese momento.

Luego de la consabida vuelta, almuerzo en un restaurante muy lindo, famoso porque iba Sinatra y ahí se había filmado una película, nos fuimos al hotel. Lo primero que hice al llegar fue llamar a la hija de la Negra. Junto con la mía compartieron jardín de infantes, escuela primaria y con la amistad que me unía a la Negra, sus chicos eran como míos.
—¡Sorpresa! Estoy en San Francisco —y ella todavía incrédula me contestó— ¡Qué bueno! ¡Quiero verte! Te pasamos a buscar a la noche.
Les di la dirección y vinieron a buscarme ella y el marido. Me llevaron a un lugar tailandés y a mostrarme lo linda que es la bahía de noche. En un momento que nos quedamos a solas, él me dijo:
—Alicia está rara. No sé que hacer. Llora... pienso que no ha podido superar la muerte de su madre.
—Bueno, puede ser —dije yo— aunque ya pasó mas de un año.
—¿Por qué no hablas con ella? Acá estamos solos, tenemos amigos pero no familia y vos sos como una madre para ella.
—Por supuesto —le contesté— aunque no quisiera forzarla.
—No, no —dijo él—. Mañana venís a casa y yo con un pretexto las dejo solas, para que hablen.

Y así fue. Al día siguiente, cuando quedamos solas, a la primera pregunta de cómo estaba, cayo en mis brazos, hecha un mar de lágrimas.
—Nunca me pasó una cosa así —decía entre hipadas—.
—¿Pero qué te pasa? ¿Andás mal con Alberto?
—No. El es un santo y mi mejor amigo —dijo calmándose un poco—. Hay una chica en el laboratorio, me mira, me espera. Y dice que me ama.
—¿Y vos que problema te hacés? Decile que no te joda, que no te interesa.
—Ese es el problema. Que me interesa. No se que me pasa. Nunca me gustó una mujer, ni siquiera una actriz de cine ¿Estaré loca?
—Pero no nena —dije sin saber muy bien de qué se trataba, pero con la seguridad de que el tema requería cuidado. Ella estaba muy asustada, con sentimientos nuevos y raros—.
—¿Qué hago?
—Lo primero que tenés que hacer, es aceptar que esto está pasando, y no pretender taparlo —dije pensando en el obscuro objeto del deseo—. Tenés que afrontarlo, y descubrir si está en vos.
—¿Si está en mi qué? —me preguntó aterrada.
Yo no quería herirla. El descubrimiento de sus sentimientos por una mujer a los treinta años era fuerte, sorprendente y atemorizante. Iba en contra de todos los mandatos.
—Si está en vos. Si es un sentimiento pasajero o...
—Si soy lesbiana.
—Sí. Lo peor que podes hacer con esto es taparlo, tenés que indagar en vos, tenés que saber. Ahora estas casada con un hombre. Podrías seguir así y dentro de un tiempo descubrir que esto no era. Me parece lo mas sano, que pongas en claro tus sentimientos. Y sobre todo, si hay algo que afrontar, que lo hagas.
—¿Me estás diciendo que pruebe?
—Claro. Lo peor que podes hacer, es pretender que no existe.
Quedo pensativa un rato, y ya mas calmada dijo:
—¿Qué creés que hubiera dicho mamá de esto?
—Lo mismo que te digo yo —contesté sin vacilar—. Y lo sé, por que esto que te digo a vos, es lo mismo que le diría a mi hija si estuviera en tu lugar.

En mi plan de prueba no figuraba la charla aclaratoria que tuvo con su marido. Ella era muy derecha, así que le contó todo antes de que pasara nada. Y él, con la generosidad del amor verdadero se apartó, dejándola sola, para que pudiera aclarar su panorama.

Pasaron como veinte años desde aquel momento. La Negrita, hizo una gran carrera en el campo científico. Su nombre es reconocido, ha sido premiada. En el mundo se conocen sus trabajos. Es uno de mis orgullos. Les dije que era como una hija para mí.

Hace años que volvió. No soportó el destierro y además quiso poner al servicio de Argentina su sabiduría, sus descubrimientos, y sobre todo trabajar para su gente. Ahora vive acá. Y con ella vive Jenny, aquella mujer inquietante, que la asustaba tanto, y que es su amor, y su pareja desde entonces, desde hace veinte años. Jenny siempre me dice que por culpa de mis consejos ella vino a parar al tercer mundo. Yo le contesto que no tendremos dólares como allá, pero tenemos amor y la ley del matrimonio igualitario. Primer mundo a mí...

domingo, 27 de marzo de 2011

Para cuando florezcan los cerezos

Por mucho mundo que uno conozca, siempre habrá lugares, paisajes y culturas pendientes. Esto le ocurría a una pareja de amigos míos, que muy acostumbrados a viajar por todas partes, habían pospuesto Oriente, como una especie de corolario, de culminación de su vida errabunda, ávida de conocimiento, historia, gente, ritos y costumbres milenarias, tan diferentes y tan llamativos para recorrer y explorar. Un día cualquiera, se miraron a los ojos, y supieron que era el momento de organizar la partida, esa que les faltaba realizar, de esos mundos que querían visitar desde siempre.

Llamaron a una agencia y expusieron su deseo de recorrer parte de Oriente, haciendo hincapié en su interés por Japón, China y Vietnam. Acordaron presupuesto, condiciones e itinerario. El tiempo de viaje estaba distribuido en días recorriendo Japón, con los puntos que ellos habían sugerido como de su gusto, luego vendría China y por fin Vietnam.

Corría el mes de febrero y en los últimos días se iniciaría el viaje. Entre los preparativos, documentación, qué ropa llevar, quien cuidaría la casa en la ausencia, a ella le vinieron a la mente los cerezos de Japón, esos que solemos ver en las postales, algunas veces acompañados de una muchacha vestida a la usanza con una sombrillita y pinchos en la cabeza. Pensó entonces, que si iniciaban el recorrido en esa fecha, los cerezos no habrían florecido.
—No —dijo para sí—. Yo quiero ver los cerezos en flor.
Y ahí no mas, llamo a la agente y le dijo que quería hacer algunos cambios.
—Pero ya están hechas las reservas —se atajó la organizadora.
—Los cerezos en Japón florecen en abril, de modo que no lo quiero como primer punto Haga el favor de cambiar el itinerario —insistió.
Y por aquello de que el cliente siempre tiene razón junto con su obstinación, el cambio se realizó. Cuando se lo comentó, el marido asombrado, le preguntó los motivos.
—Es que los cerezos en Japón florecen en abril y yo quiero verlos florecidos.
Él no se opuso. Ver Japón como en las fotografías más bellas no le pareció mala idea.

Llegaron a Vietnam que con el cambio se había convertido en el primer país del itinerario. A los pocos días estalló la tragedia. Terremoto, tsunami, radiactividad, noticias terribles, miles de muertos, heridos, desaparecidos, réplicas que mandaba la tierra amenazante y despiadada. La situación en Vietnam era mantener las puertas y las ventanas cerradas. El viaje soñado se había convertido en un infierno del que les costó salir.

La operación retorno no fue fácil. Los aviones habían colapsado su capacidad, así que haciendo malabares de vuelos a distintos destinos, luego de 48 horas en el aire, consiguieron aterrizar en Buenos Aires. Los hijos y los nietos los esperaban ansiosos. El miedo de saberlos en peligro se disipó cuando los tuvieron delante. —Estoy muy contenta de abrazarlos —dijo ella—. Fue una odisea llegar. Por un momento creí que no lo íbamos a lograr.
Salieron de Ezeiza y en el camino de regreso ella habló con tristeza de la tragedia y dijo con melancolía, como para sí,
—No pude ver los cerezos florecidos en abril.
—Los cerezos les salvaron la vida —dijo la nieta.
—¿Cómo?
—Claro. El primer punto del viaje era Japón ¿No te acordás? Vos lo hiciste cambiar porque querías ver los cerezos florecidos.
Se hizo un silencio denso y respetuoso dentro del coche. Como un agradecimiento a la vida que nadie pronunció, pero que todos compartieron. Las palabras de la niña habían descubierto algo que, por la premura, y el miedo, ninguno había pensado ¡El cambio de itinerario!
—Voy a hacer un lugar en el jardín —dijo ella, con lágrimas en los ojos—. Voy a plantar un cerezo.

lunes, 3 de enero de 2011

Un asunto raro, eso del amor

Solíamos vernos bastante seguido. A pesar de no tener muchas cosas en común, nos unía el placer de la buena mesa, y la simplicidad de las charlas referidas al campo. La gente de campo, la vida en el campo, la siembra, la cosecha, la lluvia, la sequía, la soledad. Ella no compartía del todo este amor, pero acompañaba a su marido -bastante mayor- en algunos viajes por negocios o placer o como la vez que fueron a comprobar el desastre de las inundaciones que dejaron las tierras anegadas e inservibles para siempre.

Compartían un departamento chico pero confortable cuando el venía a la ciudad. El resto, ella en su empleo, él viajando. No era lo que se dice un matrimonio de tiempo completo. Las ausencias de él eran frecuentes y las infidelidades de ella, también. Era un amor raro, por lo menos, eso nos parecía.
Muy unidos, atentos a las necesidades del otro y si no fuera por las escapadas de ella, podría decirse que eran una pareja perfecta.
Él la amaba sin reservas, a todas luces se veía. Ella a su modo, creo que también. Eso lo comprobamos después. Pasaron los años y la vida en común signada por la rutina. El se refería a su ex mujer como "mi socia". Nunca supe si realmente tenían un negocio en común, o solo era su manera de nombrarla.

Ella me hacía partícipe de sus aventuras y al principio yo sentía en estas confidencias algo de resquemor. Después, se convirtieron en parte de la cosa. Ahí comencé a pensar que él lo sabía y que miraba para otro lado por que no quería perderla. La había conocido siendo ella muy joven y él casado y con hijos, la instaló en la ciudad, en el departamento que visitaba a escondidas al principio y que legalizó cuando se separó; mudándose con ella la llamaba "su mujer" ya sin tapujos. Ella era muy hermosa, una rubia muy alta y atractiva y mientras él envejecía, ella alcanzaba la plenitud de su belleza.
De alguna manera, en el fondo de nuestros pensamientos, albergábamos la sucia idea de que a ella la movía el interés para estar a su lado, manteniendo esta relación tan despareja y sostenida por sus visitas a camas ajenas para matizar la rutina.
Yo me mudé, y por esas inexplicables bifurcaciones, transitando otros rumbos, dejé de verlos. Pasaron mas años y un día encontre a alguien que los conocia. Pregunté por ellos.

—¿Cómo? ¿No te enteraste? El la dejó... después de tantos años... ¿Quién iba a decir, no?
—¿A decir qué? —alcancé a preguntar.
—Que el que la iba a dejar fuera él, que ya ronda los 95 si es que está vivo.
—¿Y ella? ¿La viste? ¿Cómo está?
—¿Ella? Parece una anciana. No sabés la depresión que tuvo cuando él la dejó... hijo de puta. La última vez que la ví, juré no volver. Me hizo mierda.

Nos despedimos. Cuando quedé sola entendí la magnitud del amor mutuo. El de ella que no pudo soportar el abandono y el de él, que como un elefante viejo, que sabe que va a morir, se apartó de la manada, se retiró a esperar, y sobre todo , se alejó de ella, para no molestarla.

jueves, 9 de diciembre de 2010

Berretín de cantores


Saliendo del ostracismo que en mi caso se limita a cantar algunos tangos en mi casa, les comunico a mis amigos de esta patriada que es el blog, que el sábado 11 de diciembre a las 22hs en El Galpón Multiespacio (Dean Funes 1267, Capital Federal), me voy a trenzar con mi sobrino Juani en una juntada de música a la que estan todos invitados. A los que conozco para volver a verlos y a los que no para que compartamos por primera vez.

Ojalá puedan venir.

Un abrazo.

Lucía