—¡Los rojos den un paso al frente o
los fusilamos a todos!
La noche se iluminó de pronto con las luces que portaba la Guardia Civil.
Los susurros que apenas se escuchaban unos segundos antes, se convirtieron en
voces, gritos, órdenes, y todos supieron que era mejor obedecer. Mientras
alguno conseguía escapar, cuatro de ellos se separaron del grupo y cumplieron
con lo que los esbirros de Franco reclamaban. En este intento desesperado de
salvar a los demás, estaba mi abuelo Agustín.
Por algún motivo que nunca supe, se conformaron solo con ellos cuatro. Y luego
de golpearlos duro los llevaron a la cárcel. Hacinamiento, hambre, frío e
incertidumbre fueron rutina en el cautiverio. Afuera, los bandos enfrentados
seguían en una lucha desigual como todas las peleas que sostiene el pueblo
invadido y diezmado, cuando se enfrenta a ejércitos organizados y bien
provistos.
Mi abuela María había conseguido un permiso para llevarle comida a su marido. Al
entrar a la prisión era humillada por los guardias que con el pretexto de «revisarla
para que no pasara nada indebido» la manoseaban entre risas y sin miramientos. Ella
tragaba sus lágrimas y su vergüenza. Sólo pensaba en entregarle el alimento y
poder verlo, aunque fuera unos minutos.
Las noches solitarias de la abuela eran una pesadilla mezcla de sueño y de
vigilia, de miedo y de angustia. Había oído de gente desaparecida. Sabía de
presos que eran llevados en medio de la noche y fusilados y enterrados quién
sabe dónde. Temía por su Agustín. «¿Por qué diste el paso al frente?», pensaba. «Si no lo hubieras dado los mataban a todos. Pero otros no lo
dieron… ¡Ah! ¿Por qué serás tan rojo Agustín?», le reprochaba con el
pensamiento, no muy convencida.
Con
la sensación de la muerte pisándole los talones, pasaron los días en los que
nunca dejó de visitarlo ni de pensar cuál sería su destino. Un día de tantos, mi
abuelo Agustín apareció en casa corriendo hacia los brazos de mi abuela. Se
habían traspapelado unos documentos, alguna burocracia ayudó tal vez. Nunca
supimos por qué lo liberaron.
Celebraron ellos dos con mi madre, sin que nadie supiera y sin hacer ruido. Mi abuelo tenía que dejar España. Habiendo sido marcado como Rojo su suerte
estaba echada. Lo que siguió era lo más difícil: conseguir dinero para el pasaje
y el pasaporte. Con la ayuda de algún contacto, de la familia y de algún
desconocido también, mi abuelo Agustín se marchó en un barco rumbo a Venezuela,
con la promesa de llevar a mi abuela y a mi madre en cuanto consiguiera trabajo
en esa tierra lejana y desconocida que no lo esperaba y a la que él acudía con
la esperanza de iniciar una vida lejos del horror. Una carta que guardaba como
un tesoro, era el vínculo con gente que quizás pudiera ayudarlo a encontrar
empleo.
La
travesía fue más larga de lo que esperaba. En esas noches, mirando el mar
infinito, debe haberse dado cuenta de cuán lejos quedaba su tierra donde había
dejado a su mujer y a la hija de ambos. Agustín no pudo saber en que momento el
mar Mediterráneo se convirtió en Caribe. Y miró entre lágrimas ese cielo que lo
cobijaba, tal vez parecido al de su Valencia. Pensó en María. Si ella miraba el
cielo, sería el mismo, aunque fuera otro. Cuando el barco ancló en tierra
venezolana, tuvo el primer contacto con el destierro.
Tenía
que seguir. Luego de los trámites de rigor, se encaminó hacia el pequeño hotel
cuya dirección estaba escrita en el papel arrugado que aferraba en su mano. No
quedaba lejos del puerto, de manera que recorrió el camino andando, conociendo,
asombrándose con tanta vegetación y colores diferentes. Con paso cansado y
hambriento llegó a destino. Tenía algo de dinero como para aguantar hasta
conseguir conchabo. Tomó una habitación con un camastro, un ropero destartalado
y una ventana que daba a ninguna parte pero que permitía que entrara un poco de
aire. Le indicaron los horarios de la comida. Tenía tiempo de darse un baño
antes de bajar a cenar. No fue tan fácil. Cinco o seis hombres hacían fila para
tomar una ducha en el único baño del lugar. Desechó la idea ante el temor de
quedarse sin comer.
–Los
horarios son para cumplirlos –le había advertido el dueño.
Bajó
al comedor. La escalera crujió a su paso y amenazó con venirse abajo.
Sobre la mesa, un papel de estraza salpicado con manchas de aceite anunciaba
que ya había sido usado. Le llevaron un plato de frijoles con arroz. Lo devoró.
No era como la comida de María, pero supo calmar su hambre. Cuando por fin se
durmió, soñó que su mujer lo llamaba gritando –¡Está lista la paella, Agustín!
La
cocina de María. La mejor de Valencia, soñó.
Los ruidos del lugar extraño lo despertaron temprano. Lo suficiente como para
no encontrar a nadie y sin tener que esperar, darse una ducha. Se sintió
revivir como una planta sedienta y se dispuso a comenzar la búsqueda de un
posible trabajo. Pero antes tenía que desayunar. La curiosidad del dueño del
hotelucho mientras le servía el café fue providencial. Le dijo que la Señora de la finca en la montaña buscaba un
chofer.
–¿Sabe
manejar?
–Pues
claro –dijo Agustín–. Si habré llevado cargamento de naranjas allá en mi
tierra.
–La Señora va a estar
agradecida –pensó el dueño mientras escribía la dirección en un papel. «El
hombre parece decente», pensó.
Llegar
no era fácil. Tendría que contratar una movilidad. Consiguió una camioneta vieja
que seguramente estaba acostumbrada a caminos difíciles. Este lo era. Entre
barquinazos mientras trepaba pudo ver la explosión de verdes cada vez mas
profusa al costado del sendero. Flores y grandes plantas lo distrajeron y no se
fijó en los peligros de esa ruta precaria que de un costado tenía la ladera de
la montaña y del otro el precipicio, un abismo que se hacía mas profundo a
medida que subían.
Al
pasar por un recodo, encontraron una planicie poblada de un montón de chozas,
con techo de paja que apenas servían para guarecerse.
–¿Quiénes
viven ahí? –preguntó.
Antes
de escuchar la respuesta, un puñado de niños rodeó la camioneta. Le llamo la
atención que todos fueran negros. Todos. Cuando llegó a Venezuela había visto a
muchos, pero también mulatos y blancos. Acá, a juzgar por los niños, parecía no
haber más que negros. Se lo dijo al conductor.
–Son
los hijos de los trabajadores de la finca –le explicó.
Sus
padres recogían algodón, se ocupaban de las siembras, del azúcar, del tabaco y
del ganado. También de la cría de caballos, famosa y con mercado en el
exterior. «Es un feudo», pensó Agustín y no se equivocó.
Esos
negros que vivían en el asentamiento eran los descendientes de aquellos
arrancados de África, vendidos en estas tierras lejanas para vivir un destino
del cual no habían podido escapar. Se le estrujó el corazón al ver el resultado
de la colonización española en esas caras de niños con el sello inconfundible
del sometimiento y del hambre. Acompañaban el paso lento del vehículo con las
manos extendidas. Agustín lamentó su propia pobreza que no podía dar nada.
Lentamente fueron quedando atrás mientras la camioneta seguía subiendo.
De pronto, como brotando de la espesura, la gran casona apareció ante sus ojos.
«Es un palacio», pensó Agustín y no estaba errado. El viejo castillo, dueño y
señor de todo lo que lo rodeaba, se presentaba erigido con la magnificencia y
el esplendor propios de varias generaciones de dueños de las tierras y de los
seres que las habitaban. Entraron al área de servicio de la casa y allí los
recibió una mujer que se presentó como ama de llaves y encargada de la
selección del personal. Se dedicó a preguntar todo lo que quiso al aspirante al
puesto de chofer. Ella pasaría el informe a la patrona, que por supuesto, era
quién tenía la última palabra. Cuando tuviera una respuesta se comunicarían con
él.
El camino de regreso le pareció mas corto. Al pasar por el caserío vio que
alguno de los peones, con herramientas en mano, volvían de sus tareas. Todos
eran negros. Y ya no tuvo ninguna duda. Por mas que la esclavitud había sido
abolida desde hacía mucho tiempo, esa era otra manera de sometimiento y abuso.
Esa gente no tenía más refugio que esas chozas, ni más trabajo que el que les
hacían hacer en el feudo, a cambio de dejarlos vivir en el predio. «Bueno
Agustín… parece que no tienes mas remedio que seguir siendo rojo», pensó.
Ese trayecto compartido le sirvió para hacerse del primer amigo. El que lo
había llevado se llamaba Juan y vivía de hacer mudanzas y viajes con la
camioneta. Residía en el pueblo junto a su mujer y sus dos hijos. En los ratos
libres, Juan tomaba tragos y jugaba cartas en la cantina y fue a través de él
que Agustín conoció nuevos amigos con quienes compartir la lentitud del tiempo
y de la espera.
Las noches largas y calurosas tenían un nombre, María y un recuerdo entrañable,
Teresa, la hija de ambos. Y un solo propósito que lo rondaba sin dar tregua:
sacarlas de España. Traerlas con él, volver a reunir a su familia. Los tres,
para siempre. Aunque fuera lejos, aunque fuera ahí, en ese sitio desconocido
que quizás pudiera albergarlos a ellos juntos.
«No sueñes Agustín. Para eso hace falta dinero, papeles, trabajo», pensó. Y un día,
el trabajo llegó, en forma de una misiva diciendo que si estaba de acuerdo con
las condiciones que le adjuntaban, podía mudarse cuanto antes a la casa para
convertirse en el chofer de la Señora. Todavía incrédulo de su buena suerte,
juntó sus pertenencias y se comunicó con Juan para que lo llevara. Canceló el
hotel y le agradeció al patrón el dato que le había posibilitado encontrar
trabajo.
Cuando llegó, el ama de llaves volvió a recibirlo y le asignó un cuartito en el
área de servicio. «Vaya, que es mejor que el cuartucho del hotel», pensó
sorprendido. Le dijo que se arreglara, que la Señora iba a recibirlo. Se lavó la cara y los
sobacos y se cambió la camisa. Una blanca como la nieve descansaba en el fondo
de la maleta. No sabía como se había salvado del uso y de la suciedad, pero se
alegró de tener algo decente para echarse encima. Se sentó a esperar. Salir del
cuarto le pareció impropio. Además, ¿a dónde iría en semejante tamaño de casa
desconocida? Sería como meterse en un laberinto.
El ama de llaves le dijo su nombre y que como era soltera debía llamarla
Señorita Elena. Lo condujo hasta una sala a la que llegaron atravesando una
enorme biblioteca, varios pasillos y algunos saloncitos de estar. La Señora esperaba
sentada a una mesa de té, con todas las vituallas imaginables para su deleite.
Agustín se paró frente a ella y la saludó respetuoso. No sabía si era lo
correcto o debía esperar a que ella le hablara. Tampoco sabía que hacer con sus
manos ni con el sudor que empezaba a descender desde su cabeza. La Señora se limitó a echarle
una ojeada, le dijo que la Señorita Elena
iba a proveerle de la vestimenta adecuada y que al día siguiente debía llevarla
a una cita con el médico en el pueblo. Que comenzara sus funciones poniendo el
auto en condiciones en lo que quedaba del día.
–Puede
retirarse –dijo, dando por finalizada la entrevista.
Agustín
dejó el cuarto con un temblor en las piernas pero contento de haber pasado la
primera prueba. Del otro lado de la puerta, eficiente, aguardaba la Señorita Elena que lo guió
hasta el garaje y le indicó por donde llegar a su cuarto sin perderse. También
le dijo que se presentara en la cocina para cenar.
Pensó que luego tendría tiempo de acostumbrarse y conocer la casa. La casa… si
parecía un castillo por fuera, no era menos por dentro. Enormes arañas
pendiendo de techos altísimos, alfombras que delataban su fino origen. Por
donde mirara grandes cuadros con escenas de caza y muchos óleos, retratos de
antepasados seguramente. Cristales y platería por todos lados, que
permanentemente lustraban y limpiaban tres o cuatro mucamas que debían vivir en
la casa. Los únicos blancos del personal, parecían ser él y la Señorita Elena. En su camino
hacia la cochera pudo ver mozos de cuadra, también negros, llevando caballos
por las bridas y a la niña, la hija de la Señora, de unos veinte años que
entraba cabalgando, seguramente volviendo de un paseo. Parecía una reina. No lo
miró. Dejó el animal a los mozos que corrieron presurosos para ayudarla y entró
a la casa.
Ya en el garaje, puso toda su atención en el coche. Controló que todo estuviera
en orden. Aceite, agua, líquido de frenos. Luego con su mayor ahínco se dedicó
a la limpieza por dentro y afuera, hasta dejar todo reluciente. Todo menos su
camisa blanca que había quedado hecha un asco. Debía encontrar donde lavar su
ropa. El tiempo de la travesía y sus días en el hotel habían acabado con la
pulcritud de sus pocas pertenencias.
Entro al área de servicio y encontró un gran lavadero, con grandes piletones y
jabón para lavar. Por la ventana pudo ver varias sogas con ropa tendida. Fue
hasta su cuarto, regresó con la ropa sucia y comenzó la tarea. La Señorita Elena le trajo el
uniforme.
–Espero
que le quede –le dijo.
Él
deseó lo mismo pensando en el día siguiente en que debía llevar a su ama por
primera vez. Ese día se presentó radiante como el sol y con las indicaciones de
la Señora que
no le sacaba la vista de encima, pudo cumplir con su obligación de llevarla a
su cita con el médico, hacer compras, aguardarla. En cada rato de espera
pensaba «No parece mala, sí algo desconfiada. Creo que está conforme y que no
le he caído mal».
–¿La Señora está conforme con mi servicio? –se aventuró a preguntar en el viaje
de regreso.
–No
soy de hacer alabanzas, pero si no estuviera conforme lo sabría usted de
inmediato –le contestó ella.
«Vaya
el carácter que tiene», pensó Agustín tragando saliva y no volvió a abrir la
boca.
Los días transcurrieron con las mismas obligaciones: llevar a la Señora, a la hija, hacer
recados y mantener el auto reluciente que daba gusto. En los ratos de espera,
Agustín aprovechaba para ir hasta el correo a enviarle a María sus noticias.
Cada tanto recibía carta de ella y de su niña.
–Que
te extrañamos, que estamos bien, que cuándo volveremos a reunirnos.
«Vaya
uno a saber», pensaba Agustín sin resignación. Eso jamás. Él no perdía la
esperanza. Ya se ingeniaría para llevarlas.
Un
día se animó a hablar con la
Señora sobre su María, de lo bien que cocinaba, de que en
Valencia no había otra como ella, de sus paellas que eran famosas. La Señora no dijo nada, pero
quedó pensando en que no le vendría mal tener una cocinera europea que además
de darle categoría, variaría el menú con su cocina diferente. Los banquetes con
que celebraba la compra de alguno de sus caballos no estarían nada mal con el
toque chic de la cocinera europea. Con unas negritas para ayudarla, seguro que
de sus fiestas se hablaría en toda la comarca.
María
mientras tanto trabajaba en lo que fuera, lavando, almidonando, cocinando y
cosiendo para mantenerse con su hija. El giro que enviaba puntualmente Agustín para
proveerlas era guardado sin tocar ni un duro. Lo ahorraba con la idea de poder
tomar un día el barco con Teresa y reunirse con su marido. Volverían a ser
familia los tres.
Comenzó por sacar pasaportes y con esa ilusión que la sostenía, esperaba.
Hasta que un día en una carta, Agustín le decía que se prepararan, que la Señora ayudaría algo con
los pasajes y que ella tendría trabajo al llegar. El sueño empezaba a
convertirse en realidad. Ya no veía la hora de abrazarlo. Como una chiquilla
que acude a su primera cita, María arregló, transformó, reformó viejos vestidos
para su encuentro con Agustín. «Pero si este parece recién salido de la tienda»,
se decía mirando su obra.
El día que ella y Teresa abordaron el vapor, sintió que la Virgen de los Desamparados
había hecho el milagro, que había oído sus ruegos y que estaba a su lado. Y esa
noche salió a cubierta y en un rincón a cielo abierto le dio las gracias orando
a Geperudeta. El largo viaje comenzó para ellas. Pero qué diferente era con la
fuerza de la fe y de la esperanza.
Los brazos de Agustín las abarcaron para siempre no más bajaron a tierra. La Señora le permitió llevar
el coche para buscarlas. María solo tenía ojos para su marido y le parecía un
sueño estar a su lado. «Tuvimos suerte», pensó. En todo. Desde su liberación
casual hasta haber conseguido los papeles para salir. Por esos días, España
estaba mucho menos dura con los que querían emigrar. Ella y su hija, felices,
se enfrentaban a ese mundo nuevo y recuperaban su familia. María sabía que ella
tenía fuerzas para trabajar por los tres. La Señora dispuso que la habitación que ocupaba
Agustín quedara para Teresa concediendo una habitación con cama matrimonial
para él y su esposa.
María fue puesta a prueba al día siguiente de llegar. Agustín bajó al pueblo a
comprar los elementos. La
Señora ordenó que preparara una paella. Siempre mandaba que
se hiciera comida de más.
–¿Y
qué hago con lo que queda? –preguntó María.
–Pues
se lo da usted a los perros, que también deben comer.
–¿Te
das cuenta, Agustín? ¿Mi comida a los perros? De ningún modo.
Y
allá enviaba a su marido con lo que quedaba para las familias del asentamiento.
El
trabajo de María se hacía cada vez más duro. Las fiestas eran más frecuentes con
banquetes que ella preparaba. Esa primera paella con que demostró su habilidad
hizo que la Señora
permitiera que se adueñara de la cocina.
–¿Qué
le apetece, Señora? –le consultaba.
–Lo
que usted haga María estará bien –le contestaba ella.
Había
ganado su confianza al punto de que no solo disponía el menú diario, también
dejó a su cargo la elección de los platillos que hacía servir en sus reuniones.
Y
como siempre, la comida sobraba y María tenía muchas bocas que alimentar que
empezaron a depender de ella.
–Agustín, hay que conseguir sobras para los perros, que no dan más de flacos. Ve
y consigue pienso para alimentarlos. No vaya que quieran salir de caza y esos
animales están tan hambreados que no se van a tener en pie.
Teresa, la hija de trece años de María y Agustín, era la encargada de limpiar
el canil donde estaban los perros. «Ojalá no comieran nada, así no cagarían
tanto», pensaba.
Otra
de las tareas de Teresa era ayudar a lustrar la platería, repasar la
cristalería y a la noche, cepillar los cabellos de la Señora y su hija. Cincuenta
pasadas de cepillo a cada una. Tareas pesadas para mi madre, con sus pocos
años. No quiere ni hablar de esa época. Mi abuela dice que la pobrecilla se iba
a dormir con los brazos entumecidos.
Mi
abuelo era el encargado de llevar la comida que María lograba rescatar. A
veces, servía mínimas porciones a algunas invitadas.
–¿Pero
no es poco? –le preguntaban las mucamas.
–Tú
le llevas eso. Como la tía es muy remilgada, verás que no pide más.
Y así se las arreglaba para aumentar las raciones de sus protegidos. Lo mismo
hacía con los huevos. Juntaba y mandaba. Un día a la Señora se le antojó un
postre a base de huevos. María tuvo que decirle que no había.
–Porque
las gallinas están viejas o cansadas y es que no ponen como debieran, verá
usted.
–Pues habrá que comprar más gallinas. Encárguese María y que no vuelvan a
faltar los huevos.
María
repobló el gallinero y tuvo más cantidad de huevos para enviar.
Agustín se las ingeniaba para trasladar a los enfermos y a las parturientas con
el auto. Y con la comida y los huevos lograron organizar una cadena de manos
que a determinada hora, hiciera llegar todo desde la casa hasta la ladera sin
ser vistos.
El
tiempo transcurrió. Mi madre cumplió dieciocho años en el feudo. Mis abuelos
habían alimentado y ayudado en todo lo que pudieron a esos semi esclavos del
asentamiento.
–Viendo como viven, pues yo también soy roja –decía mi abuela.
La prosperidad de los campos, la cría de caballos, la cosecha de algodón, todo
hizo de la finca de la Señora
uno de los feudos mas ricos de América del Sur. Mis abuelos empezaron a girar
sus ahorros con la idea de comprar una vivienda en Valencia. Los recibía un
hermano de mi abuelo que fue el encargado de comprarles una casa que ampliarían
algún día.
No sé si fue la nostalgia del destierro, el clima o alguna vieja dolencia. La
cosa que el corazón del abuelo comenzó a dar señales de alarma. Al principio no
hizo caso pero cuando fue al médico supo que su corazón se había gastado antes
de tiempo y no daba para más. Llegó un momento en que se agitaba con el solo
intento de caminar.
–María,
creo que me voy a morir. No quiero morir acá, lejos de mi tierra. Quiero
regresar a Valencia –le dijo a mi abuela.
–Que no te vas a morir Agustín, pero si tú quieres, nos volvemos.
Y mi abuela puso manos a la obra para organizar el retorno. Lo primero,
escribir a la familia para pedir pasajes o dinero. Eso llevaría su tiempo. Lo
segundo dar aviso a la Señora.
–Tengo algo que decirle Señora…
–Diga María…
–Pues verá, que mi Agustín se ha puesto malo. En verdad muy enfermo. El dice
que se va a morir y quiere volver a España. De modo que con el permiso de
usted, le aviso que nos iremos en cuanto nos lleguen los pasajes.
La Señora no recibió la noticia de buen grado. Mi abuelo ya no le servía pero
mi abuela se había hecho irreemplazable con su cocina y mi madre con sus
cepilladas nocturnas también. No se dejaba tocar por ninguna de las negritas.
No
dijo una palabra, pero quedó rumiando su descontento que no tardó en
convertirse en furia. El tiempo que quedaba antes de la partida pasó rápido,
entre despedidas y el trabajo de juntar las pertenencias de cada uno. Teresa,
mi madre, no cabía en sí de la alegría. Era el fin de limpiar mierda, lustrar
platería, cepillar cabellos.
Los negros de la ladera recibieron con tristeza la noticia. No sólo se quedaban
sin comida, también sin amigos. Los días pasaron y ya tenían fecha de embarque.
Se la dijeron a la Señora.
Cuando
llego el día de la partida, ya con el barco en el puerto, la abuela con
nudillos trémulos golpeó la puerta para despedirse de la Señora y para pedirle
un favor.
–Entre…
–Con su permiso Señora, vengo a decirle adiós. Y le prometo escribirle no bien
lleguemos a nuestra tierra. Y quisiera pedirle un último favor. Tenga a bien llamar
a un coche para que nos lleve al puerto.
–¿Un coche? Ni lo sueñe.
–Lo pagaremos nosotros por supuesto, Señora.
–No se trata de dinero.
–¿Y de qué…? También pagaré la llamada. El único teléfono que hay es el suyo.
–Ustedes decidieron irse. Pues arréglense como puedan. Ni teléfono ni nada.
Mi abuela salió de la habitación con los ojos llorosos y la desesperación marcada
en la cara. Las chiquillas encargadas de los cristales y la platería la
sostuvieron cuando se tambaleó. Y preguntaron y supieron y salieron corriendo
para avisar a los demás lo que ocurría. Después de un rato una de las mujeres vino
a tranquilizar a la abuela.
–No se preocupe, ahora nos toca a nosotros hacer algo por ustedes. Van a llegar
a ese barco…
–Pero Agustín…
–A su esposo lo vamos a llevar nosotros –dijo y se fue.
María no quedó muy tranquila, pero esperó. La mujer le había dicho que vendrían
a buscarlos en unas dos horas. «¿Llevarlo cómo?», se decía María angustiada.
Un pequeño grupo silencioso, a hurtadillas, se presentó ante María dos horas
después. Traían un camastro construido con cañas, almohadones y sogas, hecho de
apuro, pero lo suficientemente fuerte como para llevar a Agustín hasta el
puerto.
María
no podía creer lo que veía. Entre seis lo cargaron con cuidado y los otros se
ocuparon de llevar el equipaje.
Emprendieron la marcha, descendiendo la montaña a todo correr. Mi abuela y mi
madre apenas podían seguirles el paso. Al llegar al asentamiento, se les
unieron más hombres y mujeres que estaban esperando formando un séquito. Dice
mi abuela que cuando los vieron llegar al barco, creyeron que llegaba por lo
menos un príncipe. Lo llevaron al camarote y lo depositaron en la cucheta. En
la tercera clase del barco no hay mucha comodidad, pero él enseguida se durmió.
Mi
abuela se abrazaba con todos los que habían subido y les decía que conservaría
para siempre el recuerdo de ellos, que tenía algunas fotos, que iba a
extrañarlos, que no los olvidaría jamás, mientras saludaba con gestos de afecto
a los que no se movían del muelle a la espera de que el barco zarpara. Las sirenas
anunciaban la partida, se levaba el ancla, los rezagados corrían por cubierta para
bajarse de la nave que se empezaba mover.
La
abuela aferrada a la baranda de la popa seguía diciendo adiós con la mano,
hasta que el aire comenzó a poblarse progresivamente con las voces de los
negros que iban sumándose, inundándole el corazón con esa canción de despedida en
una lengua para ella incomprensible.
–Ve
a ver cómo está tu padre –le ordenó a su hija. Ella no quiso moverse.
Las voces seguían entonando ese ritual de amor y agradecimiento, mientras
miraban el barco alejarse, rumbo al mar tan enorme. Recién cuando el barco
estaba muy lejos y las voces no se oían, la abuela vio movimiento en el muelle.
Ellos comenzaban a irse también.
Ese movimiento que divisaba a lo lejos, sería el último recuerdo que guardaría
de esa gente en sus pupilas y en su corazón. María dejó la cubierta para ver a
mi abuelo que dormía tranquilo.
Otra vez afrontando una larga travesía, esta vez con el agravante de la salud
de Agustín que parecía perder fuerza y lucidez a medida que pasaban los días.
Por fin la llegada, el reencuentro emocionado con la familia y la vida de él
que ya pendía de un hilo.
–¿María, ya estamos en Valencia? –preguntó al día siguiente de la llegada,
abriendo los ojos y con enorme lucidez.
–Sí Agustín, ya estamos. Desde ayer.
Y como si volver a su tierra fuera lo único que necesitaba para irse en paz,
cerró los ojos esta vez para siempre.
La abuela sobrevivió muchos años. Mi madre se casó con mi padre y yo vine al
mundo a los brazos de esa abuela que me soltó solo a la hora de irse ella
también. Tuve tiempo de disfrutarla, de aprender sus recetas, de ver el
relicario que siempre llevaba al cuello con el retrato del abuelo. De ver las
fotos descoloridas que trajo de Venezuela en las que posaba junto a los negros.
Y de escuchar de su boca esta historia que he tratado de contar.
Cuando la abuela murió, mi madre nos preguntó a mi hermana y a mí que recuerdo
queríamos conservar de ella.
Yo
conservo su relicario y esta historia.
Este relato me lo contó mi amiga Isabel Olmos, de
Valencia. Un tramo de la vida de sus abuelos. Es una historia de dolor,
de injusticia, pero sobre todo, de solidaridad. Espero haber podido reflejar en
estas líneas la emoción enorme que tuve yo cuando la escuché.