lunes, 5 de julio de 2010

El Conventillo

Era un conventillo alumbrado a kerosene, como en el tango. Lanús al fondo. Calles de tierra, barro, intransitable los días de lluvia.
Todo se compartía. El piletón para la ropa, la soga para colgarla, el baño único para cinco familias, siempre maloliente a pesar de los baldes de acaroina, la falta de trabajo y la miseria que coronaba la vida de estos seres, hacinados, padres e hijos en una pieza. Había uno que vivía solo, y mi amiga Carlota, lidiando con su asma en ese lugar tan frío, trabajaba repulgando empanadas en una famosa pizzería de la Avenida Callao. Ella nos consiguió el terreno que alquilamos y donde pusimos una "prefabricada", esas casas de madera que ya venían hechas con techo de chapas, a las que solo había que hacerle los cimientos y el piso de cemento. Dormitorio y cocina. Y así agrandamos el conventillo.

Todos los hombres que vivían allí eran obreros portuarios. A veces tenían trabajo, a veces no. Algunos tenían "libreta" que les aseguraba prioridad. Los que no la tenían enganchaban laburo cuando faltaba gente o la carga del barco era mucha. Si no, volvían a su casa con los hombros mas caídos y abrumados que cuando habían trabajado.

—Buen día Doña.
—Y... ¿Cómo le fue Guillermo?
—Nada por hoy... veremos mañana... si hay suerte.

Eso. Si hay suerte. Que hubiera un plato de comida en esas mesas dependía de la suerte, de que llegara un barco a ese puerto, de que al capataz le cayeras símpatico, de que la carga fuera suficiente para tantos que todas las mañanas iban a tentar la famosa "suerte": que les dieran trabajo.
Dominga y Guillermo tenían dos hijos. La nena, de unos 17 años quería ser modelo. El varón, menor que ella, jugaba en las inferiores del club Lanús. Nunca llegaron a nada, pero los sueños son los sueños. Y todos los pibes los tienen.

En la pieza de enfrente, vivía Marcela con su hijo de padre desconocido. Este quería cantar como los del Club del clan, pero, mientras no se cumpliera su sueño de fama y fortuna, debía levantarse a las cuatro de la mañana y partir junto a los otros a ver si podía conseguir alguna changa.
Los domingos, truco en el patio. Horas de "tenidas" entre "contraflor al resto" y "quiero retruco" , rociadas de abundante vino barato, que los enardecía al punto de pelearse fiero. Ahí salían las mujeres , y metían en la pieza a su correspondiente marido. Las cosas nunca llegaban a mayores. Era la diversión de la pobreza, y pasarse de copas, la manera de no pensar y evadirse por un rato.

Al día siguiente partían hacia el puerto en bloque. Todos amigos y todos a enfrentarse con un mismo destino que dependía de la "suerte".

Yo tambien galgueaba como ellos por esos tiempos, y en un momento en que no tuve trabajo me ayudaron. Y me ayudaron con la solidaridad que únicamente puede tener la gente que la ha pasado mal, que siente tu dolor porque es el suyo, que sabe de tu hambre porque la ha sentido, que conoce el sabor de tus lágrimas, porque las ha llorado.
Con la mayor delicadeza y a escondidas, dejaban en la mesa de mi cocina pan, papas, carne, en fin... cosas para parar la olla.
Yo las encontraba de repente. Ellas se aseguraban de no ser vistas, pero yo sabía sus nombres. Yo los se ahora y por eso estoy escribiendo esto, como homenaje, como agradecimiento eterno para Marcela y Dominga, que un día me dieron, no lo que les sobraba. Me dieron lo que les faltaba.

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