lunes, 12 de julio de 2010

La casa de calle Güemes

Imaginen un mundo sin las comodidades de ahora. ¿Heladera? Solo en las casas pudientes, las primeras Siam. Pero antes, estaban las de madera forradas en metal que oficiaban de conservadoras, con un bloque de hielo que era traido a domicilio. ¿Supermercado? No. El almacén cubría las necesidades de cada barrio. En el nuestro, además de vender comestibles, la mayoría sueltos, hacían pizza. Era de rigor la llamada "libreta del almacenero", donde se anotaban todas las compras y se pagaba a fin de mes. Mi abuela se encontraba con gastos insólitos. Es que con mi hermano solíamos invitar a nuestros amigos con pizza y Bidú -la gaseosa de la época- y por supuesto el costo iba a parar a la libreta negra con tapas de hule. El lugar, como de ramos generales, tenía un sitio prohibido para nosotros y al que tampoco accedían las mujeres "decentes". Le decían "despacho de bebidas". Allí había mesas para los que iban a tomar, y de paso, jugar algún partido de cartas o de dados.

Las calles empedradas, con vías por las que cada tanto pasaba el tranvía, tenían un gran movimiento de vendedores ambulantes. El kerosenero, el mimbrero con un carro que se balanceaba lleno de sillas, hamacas,sillones, escobas y plumeros, que tirado por un caballo daba siempre la impresión de vuelco inminente. El vendedor de pavos y gallinas, el lechero que te dejaba una leche gorda y espumosa en la jarra de la casa. Vendedores de ropa, de sábanas y toallas, de juguetes, que pasaban puerta a puerta.

En una de las esquinas -Julián Alvarez- estaba la carbonería. Ese era el corralón donde conseguías leña, maíz para las gallinas, papas, cebollas, carbón para los braseros (en invierno) y para las cocinas económicas todo el año. Había pocos negocios instalados en locales, como la heladería de Kuky y David, muy frecuentada por nosotros. La mayoría acondicionaba la entrada de sus casas para instalar, por ejemplo, la peluquería, que ademas de cortes peinados y tinturas, se especializaba en el comentario y divulgación de la vida y milagro de todo el barrio. La sala de la profesora de piano, que atronaba con las escalas de sus alumnos toda la cuadra y un par de maestras de francés e inglés, con títulos habilitantes de dudosa procedencia. La mercería de la avenida Santa Fe, que todavía esta ahí. El carro del verdulero estacionado todas las mañanas, con su estallido de color entre las frutas y los vegetales. Dos veces a la semana, la feria en donde había de todo. A la farmacia nuestra abuela la llamaba "la botica" y al farmacéutico "boticario". El, conocía y curaba las dolencias simples, que sobre todo padecíamos los chicos.

—Buen día Don Saturnino...
—¿Qué dice señora? ¿En que la puedo servir?
—Ay vea, la nena no me come... ¿No tendrá algo para darle?
—Pero como no. Déle una cucharada de esto una hora antes de las comidas ("esto" era un jarabe que tenía el gusto del infierno). Y si no resulta, vaya a verla a Doña Juana, que le tire el cuerito. Puede ser que esté empachada.

Para resfrios, gripes y catarros, tambien había.

—Me lo mete en la cama, y le da una friega con esta pomada (cristalina, de olor apestoso) lo abriga bien y le pone un paño caliente. Y que no se levante por tres días.

Si tenías suerte de que la cosa funcionara sólo con la pomada y la cataplasma, podías ponerte a salvo de las temidas "ventosas", que eran unos vasitos con alcohol que luego de encendidos, recalaban en tu espalda haciendo como una sopapa. Baste saber al recordarlas que hubo algunos casos de quemaduras serias.
Por supuesto, estaba el médico de cabecera que atendía a toda la familia, el solo y en todas las áreas conocidas hoy como "especialidades"
No había barrio sin modista, sin zapatero remendón, sin barquillero y pirulinero a la salida del colegio, sin afilador, ni sin botellero que al grito de "¿Hay algo para vender?" se llevaba, si lo llamabas, todo lo inservible: desde una cama devencijada hasta una cacerola sin fondo, pasando por botellas y diarios viejos.

El organillero con su cotorrita amaestrada para sacar con el pico un papelito que predecía tu futuro (siempre venturoso) y su música de valses y tanguitos que aún resuenan en mi mente como uno de los recuerdos mas hermosos de esa época -no en balde le dedicaron algunos versos-.
La calesita estaba instalada en el baldío de Güemes y Salguero. Daba vueltas arrastrada por un pobre caballo que en el centro, tapado por paneles con alegres dibujos, giraba en la oscuridad. La vuelta duraba lo que la canción del disco de pasta. La sacada de la sortija significaba "la próxima, gratis". "¡A mí Don José!" voceábamos, pero el tenía sus preferidos, que eran los mas chiquitos. Alguna vez conseguí agarrarla de prepo y a veces nos colábamos, cuando ya estaba en marcha y creíamos que no nos veía. Y nos veía, pero no nos decía nada. La placita frente a la iglesia Guadalupe era el lugar de encuentro y de juegos del piberío.

El diario llegaba todas las mañanas, a veces, acompañado del Leoplán, o Damas y Damitas, revistas que se leían en casa. La Rico Tipo estaba prohibida (las chicas Divito eran demasiado gráficas). Los días que el repartidor deslizaba las infantiles, mi hermano y yo esperábamos detras de la puerta para abalanzarnos sobre el Pato Donald, Billiken o Patoruzú, a ver quien las agarraba primero.

A la hora del té, escuchábamos por la radio la novela que seguía nuestra abuela, "El teatro Palmolive del aire". Después, quedábamos oyendo las aventuras de "Tarzán, rey de la selva" con el elefante Tantor. Luego, "Blanquita y Hector. Que pareja Rinsoberbia" auspiciada por un jabón que se llamaba Rinso. Mas tarde, Los Pérez García (familia histórica, precursora de todas las que vinieron después). Ya entrada la noche, la jornada radial terminaba para nosotros con El Glostora Tango Club.

La vereda era una rayuela permanente y las paredes de las casas una especie de frontón contra el que jugabamos a las figuritas y a las bolitas.
En Santa Fé estaba el cine Odeón, al que íbamos siempre. Tres películas al hilo en continuado y a veces vuelta a empezar, hasta que venían a buscarnos. Yo iba munida de un largo alfiler de ajustar sombreros que me daba mi abuela diciendo:

—Cuidá a tu hermano, que es mas chico. Esto es por si se sienta un degenerado al lado.
Y a él:
—Vigilá a tu hermana, que es mujer, y si pasa algo, llamás al acomodador.

En el cine Gran Norte, los domingos a la mañana, veíamos dibujitos animados, las series de Superman, Flash Gordon y La mujer araña. Todas en capítulos, que continuaban la semana siguiente.

Recuerdo un dibujito del Pato Donald, que hacía una alta pila de panqueques con huevos, harina y agua. Nos parecieron muy apetitosos y sobre todo nos encantó la idea de revolearlos como hacía él. Al llegar a casa nos metimos en la cocina (hora de la siesta, sin moros en la costa) y pusimos manos a la obra. El resultado: un pegote que al intentar ser dado vuelta fue a parar al techo, para luego bajar por las paredes creando un enchastre terrible. Esto enfureció a la cocinera que casi se mata de un golpe al patinar en el piso lleno de masa.

—Señora, si los niños vuelven a entrar a la cocina, yo dejo esta casa.
Mi abuela, ante la amenaza, cortó de cuajo nuestra vocación culinaria.
—Chicos. Si Gabi se va ¿Quién cocina?
Tenía razón. Ninguna en la familia sabía hacer ni un huevo duro.

Y nosotros, mi hermano y yo, crecimos y nos cuidamos como recomendaba la abuela.
Un poco solos, como los sobrevivientes.
Pero a pesar de todos los avatares, nuestra siembra en la vida dio frutos maravillosos.

Esto está dedicado a los frutos de él, que ahora solo tienen mi voz y mi memoria, para mostrarles algo, aunque sea un poco de esa infancia que nos tuvo juntos y que creó los lazos que nos mantuvieron unidos para siempre.

Para Fernando, Juani y Vicky (en orden de aparición)

4 comentarios:

  1. "no me asusta la muerte ritual
    sólo dormir, verme borrar
    una historia me recordará, vivo"

    Eternamente gracias.

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  2. Lucia mientras leia, venian a mi memoria un monton de recuerdos de cosas que ya no estan.
    Tu relato me transportaba a mi infancia tambien, con algunas diferencias.
    Sabores, aromas y otras cosas se hicieron presentes otra vez como en aquella epoca.

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  3. Me pregunto cómo vería aquel Palermo a uno de sus hijos dilectos y que lo juzgaba -junto a Buenos Aires- tan eterno como el agua y el aire: Borges

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  4. Fundación mítica de Buenos Aires

    ¿Y fue por este río de sueñera y de barro
    que las proas vinieron a fundarme la patria?
    Irían a los tumbos los barquitos pintados
    entre los camalotes de la corriente zaina.

    Pensando bien la cosa, supondremos que el río
    era azulejo entonces como oriundo del cielo
    con su estrellita roja para marcar el sitio
    en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.

    Lo cierto es que mil hombres y otros mil arribaron
    por un mar que tenía cinco lunas de anchura
    y aún estaba poblado de sirenas y endriagos
    y de piedras imanes que enloquecen la brújula.

    Prendieron unos ranchos trémulos en la costa,
    durmieron extrañados. Dicen que en el Riachuelo,
    pero son embelecos fraguados en la Boca.
    Fue una manzana entera y en mi barrio: en Palermo.

    Una manzana entera pero en mitá del campo
    expuesta a las auroras y lluvias y suestadas.
    La manzana pareja que persiste en mi barrio:
    Guatemala, Serrano, Paraguay y Gurruchaga.

    Un almacén rosado como revés de naipe
    brilló y en la trastienda conversaron un truco;
    el almacén rosado floreció en un compadre,
    ya patrón de la esquina, ya resentido y duro.

    El primer organito salvaba el horizonte
    con su achacoso porte, su habanera y su gringo.
    El corralón seguro ya opinaba YRIGOYEN,
    algún piano mandaba tangos de Saborido.

    Una cigarrería sahumó como una rosa
    el desierto. La tarde se había ahondado en ayeres,
    los hombres compartieron un pasado ilusorio.
    Sólo faltó una cosa: la vereda de enfrente.

    A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires:
    La juzgo tan eterna como el agua y como el aire.

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