domingo, 15 de agosto de 2010

Hay que seguir

Yo estaba hablando por teléfono. Él escuchaba el relato de mis calamidades, entre la que se encontraba el lavarropas que en ese momento estaba arreglando, la bomba y esas cosas inoportunas que suelen romperse en estas máquinas endemoniadas.

—Hay que seguir —me dijo desde el piso, mientras trabajaba.

Yo pensaba en esas palabras que se dicen de compromiso, para llenar un vacío, para decir algo. Luego supe que "hay que seguir" nunca tuvo ni tendría mas sentido para mí que en ese momento.
Seguimos charlando, de las adicciones, del daño que hace el cigarrillo, me contó que había dejado de fumar, pero que su mujer no.
—Decile que pare —le dije. Que no sea tonta, que pare —y esas cosas que se dicen y que no le sirven a nadie, como los libros de autoayuda.

Hablamos del trabajo, de lo difícil que se hace mantener la casa y él cada tanto repetía como para si "hay que seguir". Y si, pensaba yo. Que otra te queda.
Me contó de un amigo suyo recién operado de unas cuantas cosas producto de adicciones varias mientras repetía "hay que seguir" en tanto ponía a prueba el bendito lavarropas que a esta altura había hecho funcionar.

—Y si... hay que seguir —dijo mientras hacía la boleta para que le firmara el conforme.
Y de pronto, mirándome con la hondura del recuerdo doloroso, con la profundidad de la distancia, con la sabiduría del que ha visto el infierno y sabe de lo que habla dijo:
—Hay que seguir. A mí me ayudó la terapia de grupo y sobre todo lo único que me quedó de ese día, mi hijo Facundo. Ahora tiene 16 años. Tenía 4 cuando ocurrió el accidente —él se salvó porque salió disparado por el parabrisas—. Mi mujer embarazada y mi hijita murieron. Fue volviendo de Miramar. Yo iba manejando. A mí me pusieron en una bolsa creyendo que estaba muerto. La abrieron cuando vieron que me movía. A veces pienso en el amor. Estoy casado, pude criar a mi hijo. Quiero a mi mujer. Pero hay cosas que no se olvidan. Igual... hay que seguir. ¡En el grupo de terapia vi cada cosa! Siempre hay alguien peor que uno.
«¿Qué puede ser peor que esto?», pensé. Él continuó.

—Había una señora que contó que le tocaron el timbre para decirle que su hijo había muerto, su marido cuando escuchó eso, cayó fulminado por un infarto. Pero sabe, ella estaba peor que yo, porque tenía 60 años y se había quedado sola de golpe. A mí me quedaba un hijo, y la vida por delante... y como había que seguir...

«Tenés razón, Gustavo» pensaba mientras te despedía. Hay que seguir. Nunca voy a dejar de ver tu sonrisa franca y tus ojos profundos, que a pesar de haber visto el horror tan de cerca me miraron esta tarde con ternura diciendo «Hay que seguir».

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