viernes, 11 de junio de 2010

Transitando los lugares que te alejan de Dios

1947 o 1948.
No recuerdo la fecha exacta en la que empezábamos a ir al colegio cuando yo era chica.
Pero como verán allí arriba, fue hace mucho.

Para mi familia, católica a ultranza, la mejor educación para la nena iba a ser la de la escuela de las monjas del Divino Corazón de la calle Charcas, que todavía está allí. Claro, yo era una especie de engendro rebelde que puteaba como un carrero, y que en lugar de ser modosita como una niña, jugaba a la pelota con su hermano en el patio donde el gol era romper un vidrio de la gran mampara de vitreaux que separaba ese lugar con el enorme hall de entrada.

Era una casa chorizo pero ancha y muy grande. Puerta de entrada con aldabón, zaguán que llevaba a otra puerta de vidrios biselados, en fin, casa prototipo de la época. Tenía habitaciones de servicio, galpones y hasta un fondo con árboles, donde años después nos esconderíamos a fumar y a comer hojas de mandarina que hicieran desaparecer el olor.

En ese patio, mi hermano y yo nos tirábamos en el suelo en las noches de verano, a tomar fresco y mirar la luna mientras cantábamos a duo "luna lunera cascabelera, ve y dile a mi chiquita por Dios que me quiera". En ese patio a partir de las seis de la tarde escuchábamos la musica de la calesita de la esquina. Desde ese patio también, hacíamos "funciones" de teatro, nacidas de mi histrionismo y de la necesidad de inventar divertimentos y juegos. Por lo que fuera, había que hacer funcionar la imaginación para llenar espacios y tratar de pasarla bien. Cobrábamos 10 centavos la entrada a los pibes del barrio. A veces con tres o cuatro espectadores, pero el show debía continuar. Yo imitaba a Lolita Torres y mi amigo Marcelo disfrazado de mujer, hacía un breve y absurdo paso de comedia. Mi hermano, la parte técnica. Telón de teciopelo -que ni se de donde colgábamos- y vestidos robados de los baúles de la bisabuela. Yo mantón de manila, igual a Lolita.

La cosa estaba complicada: mis viejos se habían separado y con mi hermano y mi mamá -nerviosa y malherida por su fracaso matrimonial- nos fuimos a la casa de mi bisabuela, dónde también vivían mi abuela y mi tía abuela.
La única salida que encontraron las pobres viejas, para la papa caliente que les habia caído en las manos, fue inscribir a la nena -lo mas parecida a la del exorcista-, en el colegio de monjas que quedaba a la vuelta. Ellas, seguramente, la iban a convertir en una señorita aceptable, presentable, y sobre todo devota, que es lo que le hacía falta a esta criatura malcriada.

"Primero inferior", "primero superior"... así era en aquellos tiempos. Aprendí a leer de repente, no me acuerdo cómo porque todavía ni habíamos visto las consonantes. El asunto fue que la monja maestra sospechó que yo aprendía las lecturas de memoria, así que un día me trajo la Biblia y la abrió en cualquier parte. Y yo leí. ¡Milagro! habrá pensado, mientras llamaba a la superiora para que me escuchara leer los versículos que jamás había visto y no podría haber memorizado. No sé. La cosa fue que ni mi aplicación, ni mi repentina e inexplicable lectura, me sirvieron para hacer méritos y ser aceptada por mis compañeras. Yo era para ellas "la hija de los separados". Estigma. Sino fatal. Sayo impuesto en una época en que la única de todo el colegio que venía de un hogar "diferente" era yo.
Seguramente en una escuela del Estado habría chicas de matrimonios rotos como en mi caso, y nadie me habría discriminado... pero en esta tan religiosa, yo era para mis compañeras una especie de entidad diabólica corporizada, de modo que me excluían de las rondas y ni siquiera querían darme la mano para correr esas carreras estúpidas de punta a punta en el patio del colegio, que solían disputarse en los recreos.
Así que como no podía ser la mejor, no tuve alternativa y a conciencia, echando mano a la capacidad que me acompañaba de nacimiento, me dediqué a ser la peor.
Plantones en el patio, como penitencias por travesuras que ahora no me parecen tan terribles. Preguntarle a una monja si debajo de esa especie de babero tenía tetas, fue una de ellas. Yo era de avanzada. Creo que nací fuera de época, simple curiosidad de querer saber si era una mujer como las otras.

A la tarde las clases eran llamadas "de caridad". Recuerdo a las chicas de guardapolvo gris, uniformadas de pobreza, tan distintas de nosotras, con polleritas tableadas y boinas con distintivos. Supongo que para estos seres extraños que eran las monjas, dar clases gratis era su manera de hacer méritos con Dios porque... ¿Les dije que era un colegio caro?
Como mis compañeras del turno mañana no me daban pelota y eran tan crueles -que aún recuerdo los nombres de algunas-, me hice amiga de las de guardapolvo gris, a las que me cruzaba cuando ellas entraban y yo salía. Cambiábamos palabras, figuritas y algun juego rápido en medio de los dos turnos.

Un día cualquiera que quedó en mi memoria para siempre, una monja que me vio, me llamó con voz y mirada severa para decirme:

—¿Cómo puede usted tener trato con la que podría ser la hija de su sirvienta?

Yo quedé estupefacta.
Yo, que siempre tenía una respuesta para todo, esta vez me quedé muda... aunque con los años encontré la respuesta. Seguro que a esta mina se le había perdido la página del manual del buen católico, esa que dice, que todos somos hijos de Dios.

3 comentarios:

  1. Excelente, el final me dejo con la piel de gallina...

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  2. Muy buena esa de las mandarinas, no hay olor que sea ma fuerte!!

    A la monja esa mejor ni pensar que le hubiera contestado...

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  3. Esa monjita, igualita que la Madre Teresa...

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